El 28 de marzo de 2003, Renson Said Sepúlveda publicó en un periódico de Cúcuta una columna titulada “La República de Chacón”.
Juan Gabriel Vásquez
sábado, 17 de noviembre de 2007 (El Espectador)
El 28 de marzo de 2003, Renson Said Sepúlveda publicó en un periódico de Cúcuta una columna titulada “La República de Chacón”. Era, o pretendía ser, una crítica literaria: parece que el abogado Pablo Chacón, tema de la columna, es poeta. El artículo de El Espectador donde aparecen estos datos explica que al abogado no le gustaron los términos de la columna, que no se referían a sus libros, sino a su figura como poeta. Explica también que el abogado y poeta o poeta y abogado se sintió tan afectado en su “salud sicofísica” por las críticas de Sepúlveda, que tuvo que buscar la ayuda de un médico; y tan afectado, además, que demandó al crítico, y ahora está pidiendo a la justicia que lo condene por injuria y calumnia y que lo obligue a pagar, como indemnización, más de quinientos millones de pesos.
Si la anécdota parece ridícula es porque, en el fondo, lo es. Pero hay ridiculeces que son además profundamente preocupantes, y ésta es una de ellas. Dejemos de lado la propensión de los colombianos a dirimir cualquier desacuerdo en los juzgados: esto es sin duda menos grave que la otra propensión colombiana, la de dirimir cualquier desacuerdo a bala limpia. Pero lo cierto es que el caso del periódico cucuteño, que seguramente es único en el mundo (en ningún país del mundo occidental, por lo menos, habría prosperado una demanda semejante), no es único en Colombia. Hace unos meses, Héctor Abad Faciolince escribió una columna intensamente crítica sobre una redacción titulada Sin tetas no hay paraíso; la reacción inmediata del redactor fue amenazar con demandas judiciales. Y no sé qué me parece más increíble: que un sistema judicial admita las demandas o que los escritores ofendidos se animen a hacerlas.
Que un juez considere que hay delito cuando un crítico da su opinión, es un gran malentendido: porque para eso está la crítica, para opinar, y para eso están los libros y también sus autores: para aguantar las opiniones. Es absurdo recordar semejantes perogrulladas, pero parece que esas perogrulladas no están al alcance de los peritos que aconsejan a algunos jueces. El hecho es simple: todos los autores que en el mundo han sido saben que publicar un libro es un contrato que viene con letra pequeña, y esa letra dice que a partir de entonces el autor deberá soportar lo que se diga de su trabajo. Virginia Woolf dijo del Ulises que era la obra de un universitario que se rasca los granos, y no por eso Joyce fue a los tribunales; un crítico italiano, Francesco Varanini, publicó un libro en el que calificaba a García Márquez de patán, arrogante y palurdo, pero a García Márquez nunca se le ocurriría defender su honor en los juzgados. Le basta ser el autor de Cien años de soledad.
Ahora bien, no todos los críticos son iguales, ni todas las críticas tampoco. Digamos que hay dos tipos de críticos: los inteligentes y los imbéciles. Y digamos que hay dos tipos de críticas: las positivas y las negativas. Pues bien, un crítico inteligente puede producir ambas, y también un crítico imbécil; y una crítica negativa puede ser agresiva y aun insultante, pero también hay críticas positivas con las que el autor se siente insultado. El autor, entonces, medirá las anteriores combinaciones y le dará a cada crítica la importancia que se merece. Y puede decidir si responde o no, aunque para mí, responder a una crítica, positiva o negativa, es una de las prohibiciones tácitas del oficio. Pero lo que nunca puede hacer es considerarse víctima de daños morales porque alguien destroce sus libros, aunque sea en tono insultante. Y lo que no debe hacer, por simple pudor, es pedirle a un juez que diga lo contrario. Casi puedo leer las solapas: El autor nació en tal lugar y en tal año. Ha publicado tales libros de poemas. La crítica los ha destrozado, pero un juez penal opina que son buenísimos.
No sé si eso es lo que quiere un autor.
Juan Gabriel Vásquez
sábado, 17 de noviembre de 2007 (El Espectador)
El 28 de marzo de 2003, Renson Said Sepúlveda publicó en un periódico de Cúcuta una columna titulada “La República de Chacón”. Era, o pretendía ser, una crítica literaria: parece que el abogado Pablo Chacón, tema de la columna, es poeta. El artículo de El Espectador donde aparecen estos datos explica que al abogado no le gustaron los términos de la columna, que no se referían a sus libros, sino a su figura como poeta. Explica también que el abogado y poeta o poeta y abogado se sintió tan afectado en su “salud sicofísica” por las críticas de Sepúlveda, que tuvo que buscar la ayuda de un médico; y tan afectado, además, que demandó al crítico, y ahora está pidiendo a la justicia que lo condene por injuria y calumnia y que lo obligue a pagar, como indemnización, más de quinientos millones de pesos.
Si la anécdota parece ridícula es porque, en el fondo, lo es. Pero hay ridiculeces que son además profundamente preocupantes, y ésta es una de ellas. Dejemos de lado la propensión de los colombianos a dirimir cualquier desacuerdo en los juzgados: esto es sin duda menos grave que la otra propensión colombiana, la de dirimir cualquier desacuerdo a bala limpia. Pero lo cierto es que el caso del periódico cucuteño, que seguramente es único en el mundo (en ningún país del mundo occidental, por lo menos, habría prosperado una demanda semejante), no es único en Colombia. Hace unos meses, Héctor Abad Faciolince escribió una columna intensamente crítica sobre una redacción titulada Sin tetas no hay paraíso; la reacción inmediata del redactor fue amenazar con demandas judiciales. Y no sé qué me parece más increíble: que un sistema judicial admita las demandas o que los escritores ofendidos se animen a hacerlas.
Que un juez considere que hay delito cuando un crítico da su opinión, es un gran malentendido: porque para eso está la crítica, para opinar, y para eso están los libros y también sus autores: para aguantar las opiniones. Es absurdo recordar semejantes perogrulladas, pero parece que esas perogrulladas no están al alcance de los peritos que aconsejan a algunos jueces. El hecho es simple: todos los autores que en el mundo han sido saben que publicar un libro es un contrato que viene con letra pequeña, y esa letra dice que a partir de entonces el autor deberá soportar lo que se diga de su trabajo. Virginia Woolf dijo del Ulises que era la obra de un universitario que se rasca los granos, y no por eso Joyce fue a los tribunales; un crítico italiano, Francesco Varanini, publicó un libro en el que calificaba a García Márquez de patán, arrogante y palurdo, pero a García Márquez nunca se le ocurriría defender su honor en los juzgados. Le basta ser el autor de Cien años de soledad.
Ahora bien, no todos los críticos son iguales, ni todas las críticas tampoco. Digamos que hay dos tipos de críticos: los inteligentes y los imbéciles. Y digamos que hay dos tipos de críticas: las positivas y las negativas. Pues bien, un crítico inteligente puede producir ambas, y también un crítico imbécil; y una crítica negativa puede ser agresiva y aun insultante, pero también hay críticas positivas con las que el autor se siente insultado. El autor, entonces, medirá las anteriores combinaciones y le dará a cada crítica la importancia que se merece. Y puede decidir si responde o no, aunque para mí, responder a una crítica, positiva o negativa, es una de las prohibiciones tácitas del oficio. Pero lo que nunca puede hacer es considerarse víctima de daños morales porque alguien destroce sus libros, aunque sea en tono insultante. Y lo que no debe hacer, por simple pudor, es pedirle a un juez que diga lo contrario. Casi puedo leer las solapas: El autor nació en tal lugar y en tal año. Ha publicado tales libros de poemas. La crítica los ha destrozado, pero un juez penal opina que son buenísimos.
No sé si eso es lo que quiere un autor.
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