“Somos lo que leemos, pero igualmente somos lo que no leemos”:Alberto Manguel
“Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual”.
Jorge Luis Borges
Renson Said Sepúlveda
1.
La lectura es un acto íntimo. Y así como nadie lee dos veces el mismo libro, es imposible hacer una historia general de la lectura. Porque cada hombre es un universo autónomo, con características propias y con su particular visión de mundo. Leemos, pues, de distintas maneras y por diferentes motivos. Vemos incluso en el mismo libro cosas que no advertimos en lecturas pasadas. Y lo que ayer nos parecía una novela magistral hoy puede ser un esperpento. Porque también la edad tiene mucho que ver con las lecturas. A medida que pasan los años, el gusto se va refinando, y el lector elige los libros afines a su espíritu sensible. El principito, leído a los nueves años, es una hermosa obra sobre la amistad y el sentido de la vida. Pero los estudiantes franceses que en mayo del 68 salieron a las calles a protestar contra la sociedad y su época, vieron allí otra cosa: un tratado político y un documento filosófico sobre la fraternidad y la solidaridad que los llevaría a fundar un mundo mejor.
Los lectores del siglo XVI vieron en Don Quijote una burla a las novelas de caballería, pero lectores del siglo XXI ven allí un enfrentamiento visceral entre dos universos antagónicos e irreconciliables: el materialismo frente al idealismo: Marx y Hegel; Jesús y Tomás, o, si lo prefieren, Parménides y Platón. No sabemos entonces cómo se leerá en el siglo XXII una obra como El otoño del patriarca, de García Márquez o El hombre sin atributos, de Musil. Porque la literatura es lo que más se parece a la vida, y como la vida misma, hay libros que envejecen, se vuelven cursis, se les nota el relleno, pero hay otros que se fortalecen, adquieren vigor y vigencia, y en muchos casos se transmutan y llegan a las nuevas generaciones con un mensaje fresco y actual que quizá su autor nunca pensó exponer.
Por eso, para hablar de la lectura, voy hacerlo desde mi experiencia personal. Mi experiencia como lector de obras literarias. Y además, porque creo con Borges, que lo que pasa por el corazón de un hombre pasa también por el corazón de todos los hombres.
2.
Tuve la fortuna de crecer en un hogar con muchos libros y muchas gallinas. Había tantas gallinas en casa como libros en los estantes. Y uno podía ir al solar a leer mientras las gallinas ponían huevos. Pero los domingos tocaba limpiar la biblioteca y ordenar los libros de la misma forma como se ordenan los huevos en una caja de cartón. Mi padre era entonces un lector desaforado. Leía desde libros de medicina y literatura europea del siglo XIX, hasta la revista Mecánica Popular y tratados de filosofía. No recuerdo que me haya sugerido nunca ningún libro, pero tampoco me prohibió leerlos de su biblioteca. De modo que leí todo lo que pude para vencer una timidez congénita, en una casa de locos, con media docena de hermanos y un abuelo que detenía la lluvia con oraciones.
Tenía doce años cuando tuve conciencia de que las paredes de la casa estaban forradas por estantes de libros. En una de esas bibliotecas, que más tarde fue mía, leí la revista Selecciones del Reader´s Digest (tal vez lo primero que leí en la vida) y allí me encontré con una crónica de Hemingway, en África. Hablaba de leones, rifles, safaris: de lo que se conoce como el arte de la caza. Y me entusiasmé con el vigor de su prosa transparente. Con su economía verbal. Pero sería injusto si no reconociera que lo que más me llamó la atención fueron los dibujos: unos leones largos y feroces, pintados con tinta china. Leí la crónica por los dibujos que la ilustraban, es decir, un arte me llevaba a otro casi sin darme cuenta.
Muchos años después, cuando estaba en la universidad, leí todos los libros de Hemingway y ya no me entusiasmó como la primera vez. Y no sólo porque sus libros no traían dibujos, sino porque, como dije al principio, pasan los años y el gusto cambia. Ahora prefiero la saga épica de Faulkner, las novelas de Flaubert y los poemas de Luis Rogelio Nogueras. Pero volviendo al tema: luego de la revista Selecciones, leí la revista Life, en español, y algunos libros: La cabaña del Tío Tom, Los Viajes de Gulliver, Moby Dick de Herman Melville, el Libro de Job, algunos pasajes de las Mil y una noches y los versos de Quevedo:
“¡Ay Floralba! Soñé que te gozaba”, y cosas por el estilo.
En la revista Life leí los discursos de Martin Luther King, las proclamas de Malcolm X y algunas entrevistas con escritores latinoamericanos, como aquella histórica que Rita Guibert le hizo a Julio Cortázar, en París.
Y sí, mucha poesía, porque mis tíos eran poetas. Y la Biblia, porque había que leérsela a mi madre en voz alta. Pero sobre todo, leí con mucho fervor el Cantar de los cantares, que para mi gusto sigue siendo uno de los libros más bellos de la Historia Universal de la Literatura. Recuerdo que antes de dormir yo no recitaba el Padre Nuestro, como era costumbre en casa, sino que repetía en la memoria el capítulo siete del Cantar:
“Tu ombligo es como una taza redonda que no le falta bebida”
Nadie me creía que eso estaba en la Biblia. Y así, poco a poco, me fui volviendo lector, como mi padre, y poeta, como mis tíos, pero fue solo a los 14 años cuando experimenté el milagro evangélico de la revelación que me convirtió de inmediato a la nueva fe. Eran las nueve y media de la mañana de un domingo lluvioso. Mi padre me había pedido que limpiara la biblioteca: eso significaba bajar todos los libros de los estantes, echarle un barniz a la madera para protegerla del comején y clasificar los libros por temas. En esas andaba cuando vi en la contraportada de un libro delgado, la fotografía de un hombre con el cabello desordenado, dientes amarillos y nariz larga como aleta de tiburón: nunca había visto a un hombre tan feo. Entonces leí el nombre y el título del libro. Era Gabriel García Márquez en la contraportada de El coronel no tiene quien le escriba. Leí el libro de un tirón, en dos horas, y todavía hoy no recuerdo que me haya sucedido algo en mi vida que se compare a esa emoción volcánica y feliz de mi primera adolescencia.
Lo que había leído hasta entonces me permitía tener una visión primaria de la literatura. Creía que los libros contaban historias imposibles. Asuntos que en nada tienen que ver con el drama del hombre contemporáneo. Cuando leí El coronel, en cambio, no sólo me di cuenta que también la miseria de la vida cotidiana se podía narrar, sino que se podía narrar con un lenguaje comprimido, libre de cualquier malabarismo verbal y sujeto a una poética de la sobriedad. Luego, cuando crecí, llegué a una conclusión mayor que determinó mi vida de forma instantánea: García Márquez había borrado para siempre la frontera entre la literatura y la vida. Desde entonces no quise hacer nada distinto a leer. Por eso fui un pésimo estudiante en la secundaria. Odié las matemáticas y la Química porque me quitaban horas de lectura. Hace un par de años, cuando tuve la oportunidad de conocer a Gabriel García Márquez en una reunión privada en Cartagena de Indias, le di un abrazo y le dije al oído que le agradecía mucho porque él había sido mi mejor amigo de la infancia.
Porque la lectura sirve para eso: para hacer amigos perdurables. Porque una sociedad sin literatura es una sociedad aislada, condenada a la extinción, al fracaso y al egoísmo. La literatura existe porque la vida no es suficiente, porque la vida es incompleta e imperfecta. La literatura ensancha los límites de la realidad, hace que los hombres nos encontremos en un diálogo universal a pesar de que entre nosotros se levanten siglos de distancia. Gracias a la literatura podemos conversar en un café con Homero y Raskolnikov; pasar una tarde entera con Lolita o ir a una excusión en los Sanfermines con Papá Hemingway para terminar borrachos dándonos trompadas con el bueno de Mailer en un cuadrilátero de Brooklin. Porque la literatura no sólo distorsiona el tiempo, si no que permite ver el otro lado de las cosas. De ahí que la literatura sea rebelión constante contra lo establecido, contra la vida, contra Dios que es la vida establecida. En la literatura entendemos que el mundo puede mejorar, como lo entendió Don Quijote, y ese es el origen de una doble rebeldía: negar la realidad porque es incómoda, pero volviendo a ella luego de bucear en la ficción para mejorarla.
Los estados totalitarios saben esto, comprenden la importancia de la literatura y por eso queman libros y persiguen a sus autores. A Salman Rudshie le impusieron una fatwa; en Nigeria ahorcaron al poeta Ken Saro Wiwa; Taslima Nasrim ha sido perseguida por los integristas islámicos; Federico García Lorca fue fusilado; García Márquez fue perseguido por el gobierno de Turbay Ayala; Tirso Vélez estuvo preso por escribir un poema y años después fue asesinado. Muchos otros han sido prohibidos como Isaac Babel o censurados como Fernando Vallejo. Allí, dónde queman libros, decía Heinrich Heine, acaban quemando hombres.
Por eso ninguna otra disciplina puede sustituir a la literatura en la tarea de formar espíritus críticos, despiertos, inconformes, rebeldes, hombres y mujeres dispuestos a entregar sus vidas para que este mundo ancho y ajeno sea el lugar donde crezca la utopía, donde sea cierta la esperanza y donde los condenados a cien años soledad tengamos por fin la oportunidad de estrechar la mano a nuestro hermano el hombre en una integración universal que sólo es posible gracias a los secretos mecanismos de la literatura y su poder de persuasión.
3.
¿Cómo entender entonces la literatura? ¿Como algo que afecta directamente a la realidad igual que lo hace un documento emitido por un concejo de ministros?, o, ¿como una irrealidad que se aproxima a nuestra vida cotidiana pero que no tiene nada que ver con nosotros? Un día, en una Agencia de Noticias, le escuché a un periodista decir que no leía literatura porque no le interesaba la ficción. Tradicionalmente se acepta la literatura como sinónimo de mentira y a los textos históricos y biográficos como sinónimo de verdad. Sin embargo, no existe una obra literaria (poesía, cuento, novela y teatro) que no está basada exclusivamente en una experiencia real. Por muy fantástica que parezca una obra siempre tendrá raíces que la sujetan a la realidad concreta del mundo personal del autor. En una obra de ficción aguarda siempre la verdad de esa obra, que en últimas, es la elaboración estética de las mentiras de la Historia. ¿Acaso no es más completa y humana una historia de Francia leída a través de novelas como Madame Bovary, de Flaubert, o Los Miserables, de Victor Hugo, que en la rigurosa investigación sistemática de Michelet? Quien quiera saber cómo era la vida cotidiana en la Europa del siglo XIX no tiene sino que abrir cualquier novela de Balzac o de Guy de Maupassant. Allí está todo.
Pero a partir del siglo XX la realidad de la literatura dejó de ser la trascripción grotesca, como lo haría un taquígrafo, de los sucesos del mundo externo. Porque la realidad no termina en el precio de una camisa, sino que es más amplia y profunda, pues incluye los mitos de la gente, sus sueños y sus anhelos. Sus miedos. Nada más real que el subconsciente. Y de eso está hecho el arte. La realidad, que es la base de la literatura, abarca el mito y el símbolo, que son verdades profundas del ser humano.
En ese sentido, toda la literatura es realista. Y así como la literatura es realista la lectura también lo es. ¿Para qué leer con los espejuelos del estructuralismo, de la semiótica, de la teoría de la recepción, del deconstructivismo, del marxismo a la manera de Luckács, o de los formalistas rusos, una obra literaria? Es el lector en su soberana soledad el que debe enfrentar eso que Roland Barthes llama, “el placer del texto”, sin condicionamientos externos.
Dice García Márquez en su texto La poesía al alcance de los niños:
Debo ser un lector muy ingenuo, porque nunca he pensado que los novelistas quieran decir más de lo que dicen. Cuando Franz Kafka dice que Gregorio Samsa despertó una mañana convertido en un gigante insecto, no me parece que eso sea el símbolo de nada, y lo único que me ha intrigado siempre es qué clase de animal pudo haber sido.
Creo que hubo en realidad un tiempo en que las alfombras volaban y había genios prisioneros dentro de botellas. Creo que la burra de Balaam habló -como lo dice la Biblia- y lo único lamentable es que no se hubiera grabado su voz, y creo que Josué derribó las montañas de Jericó con el poder de sus trompetas, y lo único lamentable es que nadie hubiera transcrito su música de demolición.
Creo, en fin, que el licenciado Vidriera de Cervantes era en realidad de vidrio, como él mismo lo creía, y creo de veras en la jubilosa verdad de que Gargantúa se orinaba a torrentes sobre las catedrales de París.
Más aún: creo que todos los prodigios similares siguen ocurriendo, y que si no los vemos es en gran parte porque nos lo impide el racionalismo oscurantista que nos inculcaron los malos profesores de literatura.
Citábamos a Barthes. El placer del texto. Texto significa tejido, es decir, un placer que involucra al lector con el texto, en una relación íntima, de entrega, como dos amantes al ponerse el sol. Un solo tejido. Pero un tejido en movimiento en el que cada palabra, cada imagen, cada figura literaria, va formando con el lector un todo. No debe haber intermediario entre texto y lector. Como no los hay entre dos amantes en el momento del coito, es decir, en el momento de la lectura. Las lecturas ajenas influyen en la lectura personal con distintos resultados. Es mejor que el lector se enfrente solo a su lectura, que de tropiezos y haga sus propios hallazgos. Y se forme su propia opinión que de seguro será tan legítima como la de cualquier crítico.
A estas alturas, preguntará el desocupado lector, ¿qué leer entonces? Podría citar doscientos libros y es probable que ninguno de ellos logre lo que debe hacer una verdadera lectura: transformar al lector. ¿John Steinbeck? ¿André Malraux? ¿Scott Fitzgerald? No sé. La mejor guía de lectura que conozco es la curiosidad. El lector sabe qué es lo que quiere y debe dejarse llevar por su propia intuición. Pero, mientras se le ocurre algo, puede comenzar por este libro.
*Prólogo a la nueva edición de las antologías de poesía y cuento "Eduardo cote Lamus" y "Jorge Gaitán Durán", respectivamente.