Reportaje concedido al periodista Germán Castro Caicedo. Se publicó en El Espectador de Bogotá, durante los días comprendidos entre el 16 y 23 de marzo de 1977
Nació en Aracataca, departamento del Magdalena, en 1928. Novelista y cuentista de fama universal. Autor, entre otras, de las siguientes obras: Cien años de soledad; El otoño del patriarca; Crónica de una muerte anunciada; El amor en los tiempos del cólera; Doce cuentos peregrinos; Del amor y otros demonios, y El general en su laberinto. Premio Nobel de Literatura, en el año de 1982.
"Gabo" cuenta la novela de su vida
—¿Qué sensaciones lo persiguen más a lo largo de su vida?
—"Yo siempre he tenido la impresión de que me faltan los últimos cinco centavos. Y ésa es la impresión que sigue siendo real. Es decir, yo siempre pensaba... Y no pensaba: ¡Es que es real! Es que siempre me faltaban los últimos cinco centavos. Si yo quería ir al cine, no podía porque me faltaban los últimos cinco centavos. El cine valía treinta y cinco centavos y yo tenía treinta. Si quería ir a los toros y valía un peso veinte, yo tenía un peso quince. Y siempre sigo teniendo la misma impresión... Y otra impresión que tuve siempre era que sobraba en todas partes. Siempre me parecía que si me invitaban a una fiesta era por el compromiso de que había un amigo que no iba sin mí, o una persona que sin mí no iba, y entonces, de todas maneras, tenían que invitarme a mí y yo no encontraba nunca qué hacer con las manos. Y ese es el gran problema; el gran problema de todos los tímidos son las manos. Uno no sabe qué hacer con ellas. Entonces todavía tengo esa impresión y por eso siempre trato de no estar sino con amigos. Porque con mis amigos estoy absolutamente seguro de que no sobro. Por eso no voy nunca a cocteles, no voy nunca a inauguraciones, no voy a fiestas multitudinarias: porque siempre tengo la impresión de que sobro.
El impacto de Bogotá
—Leyendo algunas cosas suyas uno se encuentra que posiblemente su entrada a la pubertad fue muy violenta, en el sentido en que a los trece años se vino a Bogotá: ¿Cuál es esa sensación de llegar de una nación cultural como la Costa, a una nación tan diferente como Bogotá? ¿Cómo recuerda usted esa llegada?
—Primero, hoy en 1976, es muy difícil imaginarse lo que era Colombia en 1943, que es la época esa de que tú estás hablando. Yo creo que eran muchas Colombias diferentes. Y me parece que en Bogotá tenían la impresión de que Colombia era Bogotá. Claro que esto lo razono ahora. Pero haz de cuenta una cosa: en ese momento, si uno quería aspirar a una beca —y yo que estaba en Barranquilla— tenía que venir a Bogotá a presentar un examen, es decir un concurso. De todo el país había que venir a eso. Yo estaba en una casa donde nacía un hermano todos los años. Sería muy difícil hacerte las cuentas pero, si yo tenía en ese momento trece años, es casi seguro que yo tenía ocho hermanos... Entonces me di cuenta que ahí no había otra solución que irse. Es decir, eso presentaba dos ventajas: una para uno mismo, que era salvarse nadando. Y otra para la casa, que era descargar un poco ese peso que había. Entonces yo decidí venirme de Barranquilla a Bogotá a presentar examen de beca. Si eso era 1943, yo debía tener trece o catorce años. Te digo así porque no está muy seguro en qué año nací yo. Nadie está muy seguro de eso. Entonces mi padre me consiguió el pasaje hasta Bogotá. Me vine en un barco del río Magdalena. Normalmente se gastaban ocho días. Pero si el barco se varaba podían ser quince, dieciséis... Eso nunca se sabía. Además a uno no le molestaba si el barco se varaba. Eso era una fiesta. Entonces yo me vine. Me imagino que no fue un viaje muy accidentado, debieron ser diez días. Llegamos a Salgar. Se tomaba un tren. Un tren que se iba subiendo. Daba la impresión que se iba agarrando con las uñas toda la mañana.
La sensación del frío
—¿Conocía usted las montañas?
"Nunca en mi vida había visto nada que tuviera más de tres metros sobre el nivel del mar. Entonces el tren venía como agarrándose con las uñas y en la tarde entraba a la Sabana. ¿Tú sabes que era una verdadera maravilla entrar a la Sabana en un trencito que le costaba trabajo subir, que respiraba con dificultad y que de pronto comenzaba a correr como un caballito?
Iba parando en las estaciones donde vendían unas gallinas amarillas y unas papas nevadas. Unas cosas absolutamente extraordinarias que uno no podía imaginarse. Y había frío. La sensación del frío es una cosa que ustedes, los que han nacido aquí, no pueden imaginarse. Es una cosa inconcebible para uno. Y después la sensación de la altura, pues me costaba trabajo respirar. Porque en la Costa uno tiene la sensación de que se ahoga. De oxígeno. Y entonces aquí me encontraba con que me costaba trabajo respirar. Y era absolutamente maravilloso ver esa Sabana, que para mí sigue siendo uno de los lugares más extraordinarios del mundo. Ahora, al final, había un problema. Y un problema muy grave: que era Bogotá.
"Ni una mujer en la calle"
—Yo llegué solo a Bogotá, en 1943. A las cuatro de la tarde. A la estación de la Sabana. ¿Tú sabes que me han hecho muchas entrevistas y me han preguntado siempre cuál es la ciudad que más me ha impresionado en el mundo? Creo que las conozco casi todas y siempre contesto lo mismo: ¡Bogotá! Es la ciudad que más me ha impresionado y que más me ha marcado. Mi llegada a Bogotá. Esa tarde. Una ciudad gris. Toda cenicienta. Con lluvia, con unos tranvías que cuando cruzaban por las esquinas echaban chispas e iba todo el mundo colgado. Todos los hombres estaban vestidos de negro. Con sombrero, y no había una sola mujer... ¡No había una sola mujer en la calle!
Tú sabes que para los costeños esto es muy grave. Para uno a los trece años: ver una ciudad donde no hay una sola mujer.
—Todo el mundo estaba forrado...
—Forrado de negro. Y ni una sola mujer... Entonces yo traía un baúl y pregunté quién me llevaba ese baúl hasta una pensión de la Carrera Décima. La Carrera Décima era una callecita muy angosta. (Entre paréntesis, te digo: ¿tú sabes que me doy cuenta ahora que de esto hace tanto tiempo que yo casi soy un viejo santafereño cuando hablo de ello? ¡Las vueltas que da el mundo!). Entonces me dijeron que me lo llevaban en una "zorra". Agarré un zorrero que me iba a llevar hasta la calle 19. El llevaba corriendo el baúl. Yo traté de correr detrás y no podía respirar. Era una cosa que nadie me había advertido: que no era posible correr en la altura. Bueno, llegamos a esta pequeña pensión. Era un pensión de costeños, porque a los costeños en esa época siempre nos quedaba el refugio de buscar costeños. Es decir, yo en ninguna parte del mundo después, he sido tan extranjero como en Bogotá (en esa época). Recuerdo la impresión esa noche... El anochecer era muy triste en Bogotá. El paso del día a la noche que nunca estaba muy bien definido. Para nosotros nunca estaba muy claro cuándo era de día y cuándo era de noche. Entonces recuerdo perfectamente la pensión... Era una de esas casas de dormitorios de un patio con geranios y con jazmines. Y eran las puertas alrededor del patio, sin ventanas, que uno cerraba y quedaba herméticamente metido en una caja de seguridad... Y la primera noche que me metí en las cobijas me dio la impresión de que alguien, por hacerme una broma, me había mojado la cama. Y pegué un grito y un costeño que había al lado me dijo, "es que esto es así. Hay que aprender a dormir en Bogotá. Esto no es lo mismo que allá. Es una cosa muy dura. Es un curso que hacer al cual hay que resignarse". Entonces... ahora, esto tiene otra historia: esta fue la llegada...
El trauma de Bogotá
—Lo importante es el primer contacto. El trauma aquel que para quienes leemos sus cosas, hallamos que siempre sigue a lo largo de su vida.
—Sí, porque... ¡Yo no sé si es un trauma. Pero te quiero decir otra cosa: yo recuerdo perfectamente mi primera llegada a París. Recuerdo perfectamente la primera llegada a Roma, la primera llegada a New York... sí, pero ninguna me ha impresionado nunca tanto como la de Bogotá...
—Pero regresando al tema, yo iba a la beca en Zipaquirá. ¿Cómo consiguió la beca para estudiar en el Liceo Nacional de Zipaquirá?
—No, pero lo que sucede es otra cosa: que yo he contado siempre con mi buena suerte. Fíjate que en ese viaje, el río Magdalena era una fiesta: había orquestas y los estudiantes costeños, sobre todo los que tenían experiencia, sabían que era un asunto que se manejaba bastante bien. Era bastante pachangoso. Yo no recuerdo mucho los detalles, pero el hecho es que cuando veníamos en el ferrocarril de Salgar a Bogotá se me acercó un señor —recuerdo perfectamente, era un hombre muy serio que venía en el barco y que siempre estaba leyendo. Yo nunca le he tenido una gran admiración a la gente que lee mucho—, se me acercó y me pidió el favor de que le copiara la letra de un bolero que veníamos cantando en el barco. Le copié la letra y le enseñé un poco la música. El me dijo que era que tenía una novia en Bogotá y que estaba seguro de que este bolero le iba a gustar mucho. Piense, si yo tenía 13, 14 años. No sé cuánto debía tener, pero para mí era un hombre muy serio. Y mucho más serio porque usaba chaleco. Porque para los costeños la gente que usa chaleco es lo más serio del mundo. Y este hombre usaba chaleco y yo con un gran fervor le copié el bolero... se lo enseñé.
—Al día siguiente, después de la experiencia de la cama mojada, había que hacer fila frente al Ministerio de Educación, que estaba donde estuvo después el Café Automático, en la Avenida Jiménez con quinta, más o menos. Mira, que yo me levanté temprano y llegué, no sé, serían las ocho, nueve de la mañana, y ya la cola era muy larga. Esta cola era para inscribirse para los exámenes de concurso de beca. A las doce del día estaba llegando un poco a la puerta del edificio y de pronto pasó este señor a quien yo le había copiado el bolero y me dijo, "¿Tú que haces aquí?". "Estoy haciendo la cola para los exámenes de beca", respondí... "No seas pendejo, ven conmigo", dijo.
Me subió a su oficina saltándome toda la cola y era el Director Nacional de Becas. Me dijo "¿pa’ donde la quieres?". Le dije, para San Bartolomé Nacional, que era en ese momento el colegio de más prestigio que había en todo el país. Me dijo, "no te la puedo dar para San Bartolomé porque todo esto que tengo aquí —me mostró una pila de papeles— son recomendaciones de ministros y de gente importante. Pero ¿Por qué no haces una cosa?, vete para Zipaquirá que es muy buen colegio y está muy cerca de aquí". La primera vez en mi vida que oía hablar de Zipaquirá, que era muy buen colegio.
"Todos los jóvenes pobres"
—Cuando lo conocí a usted hace unos quince días hablamos de Zipaquirá y me impresionó que la primera imagen que se le viniera de ese colegio era que allí estaban reunidos todos los jóvenes pobres del mundo. ¿Se sentía marginado?
—No, no. Al contrario. Uno de los lugares donde no tuve la impresión de que no sobraba fue en Zipaquirá. Porque allá estábamos todos los que sobrábamos. Mira, son seis años de mi vida que recuerdo poco porque son poco accidentados. Yo me encontré con que en Zipaquirá estaban todos los pobres del país. Todos estábamos igualmente jodidos.
—Me fui a Zipaquirá a buscar el año y la fecha en que usted terminó bachillerato. La partida está sentada en diciembre de 1946. Se me perdió el rastro entre el año 46 y el año 48. Y eso me hizo pensar una cosa: ¿cómo lo agarró a usted el 9 de abril? ¿Qué estaba haciendo en el momento de "El Bogotazo"?
—Me vine después del bachillerato a Bogotá a estudiar derecho porque era la única profesión que sólo tenía clases por la mañana. Me hubiera gustado estudiar arquitectura, ingeniería, cualquier otra cosa, porque además en esa época se estudiaba lo que se podía. Pero la única que permitía estudiar y trabajar era derecho. Yo por eso estudié derecho en la Universidad Nacional. Estaba Camilo Torres...
El encuentro con Camilo
—¿En qué año se encontró usted con Camilo Torres?
"Pues en 1947. Y además recuerdo perfectamente la ida de Camilo al seminario. Simplemente porque un día Camilo no fue a clase... Pregunté, "¿qué pasó?", "pues que Camilo se metió a cura". Y al día siguiente dijeron no: ‘¡Que la mamá lo agarró en la estación y se lo llevó a casa!". Entonces yo me fui a ver a Camilo... Vivía algo como en la calle, era 20, 22, algo así. Lo encontré en su biblioteca. Con una ruana. No me olvido: estaba con una ruana. En una pequeña biblioteca que había en la casa de sus padres. A mí me sorprendió mucho... Dos impresiones no tuve yo, habiendo tratado mucho a Camilo: primero, que tuviera vocación religiosa. Y segundo, que tuviera vocación política. Entonces yo llegué a su casa y le dije, "oye, Camilo, ¿qué pasó?" y me dijo, "hombre es en serio, es una vocación muy antigua y muy seria". Recuerdo que me dijo una cosa: "el paso más difícil que tenía que dar, era explicarle eso a la novia. Pero esto ya está resuelto y... Mi madre me ha detenido, no ha querido que me vaya al seminario. Pero esto es un hecho y no hay nada que hacer". Estaba repartiendo sus libros entre sus amigos. A mí me dio "La Breve Historia del Mundo", de H.G. Wells, una edición rústica, la única que existía en esa época en castellano. Muy basta, sin pasta. Es una lástima que no conserve yo ese libro... Y estaba muy convencido Camilo de su vocación. Y efectivamente fue cuestión de una semana y logró convencer a su familia de que debía irse, y se fue.
La historia del ladroncito
—Después, varios años más adelante, estuve en su primera misa en 1959 o 60 que estuve todo el año en Bogotá cuando dirigía la oficina de Prensa Latina. Hay en esa época una historia que no olvido nunca porque yo estaba casado y entonces Camilo venía a casa, y un día nos pidió un favor: era que le guardáramos en la casa a un ladrón que él estaba protegiendo. Un ladrón de casas que sacaba cosas y Camilo tenía mucho interés en protegerlo por una cosa que no es que dé risa: El tipo cumplió su condena. Salía a la calle y los policías le quitaban lo que tenía, y lo volvían a meter. Era una especie de persecución. Un chantaje.
Entonces Camilo buscaba una casa donde estuviera este hombre para que la policía no continuara esta persecución. Nos lo llevó. Yo me iba a trabajar y el ratero éste se quedaba cuidando. Y nos contaba una historia que siempre he considerado como una historia maravillosa, porque de alguna manera se me parece a la de El Viejo y el Mar, de Hemingway:
—Contaba que una noche se metió a una casa donde había un refrigerador precioso. Entonces decidió llevárselo él solo, sin despertar a la gente que estaba en la casa. Logró bajarlo por las escaleras. Con gran esfuerzo logró sacarlo. Lo sacó al jardín. Lo subió por el muro de la calle. Lo echó a la calle. Logró acomodarlo en la parada de autobuses . Y ya eran las cuatro. Las cinco. Y estaba él esperando, esperando no sabía qué, porque no tenía ningún contacto, ninguna coordinación con transporte. Y a medida que iba llegando la gente iba haciendo la cola para el bus y él hacía su cola con su refrigerador. Llegó un momento en que ya no podía más, y estaba amaneciendo y dejó el refrigerador y la gente hacía cola con el refrigerador, hasta que los señores de la casa se levantaron, se dieron cuenta de que faltaba el refrigerador y lo encontraron en la parada de los buses haciendo cola.
Este tipo nos lo llevó Camilo y estuvo viviendo en la casa. Y si le dábamos una camisa teníamos que darle un certificado sobre ella para que la policía no se lo llevara. Y un día salió de la casa y no volvió más. Como a los dos o tres días la criada de la casa abrió el periódico y vio una foto y dijo: "Estos son los zapatos del señor". Era un muerto que tenía mis zapatos puestos. Y era efectivamente el ladroncito que lo habían matado. Yo sé que Camilo fue, recogió el cadáver, hizo el entierro y después me encontré con un Camilo totalmente distinto, que me dijo: "Todo esto que estaba haciendo es caridad. Esto no puede seguir así. El problema no es de caridad". Y no dijo la palabra pero me di cuenta de que ese día Camilo comprendió que el problema de los rateros a quienes explotaban los policías no se resolvía con caridad sino con la revolución.
—En un relato, su compadre Plinio Apuleyo Mendoza dice que el 9 de abril usted fue a la pensión en que vivía, y al encontrarla, se hallaba en llamas. Y que lo tuvieron que agarrar para que no entrara a sacar algo que había escrito. ¿Qué era eso?
—Esta pensión para mí es importante porque fue donde escribí mis primeros cuentos... Recuerdo perfectamente cómo fue. Yo ya había escrito allí dos cuentos, cuando apareció en el suplemento "Fin de Semana" de El Espectador, una carta de un lector, del lector de siempre, de todas las épocas, que decía que ese suplemento no publicaba cosas sino de escritores consagrados y que en cambio este país estaba lleno de escritores jóvenes, de grandes escritores jóvenes a los cuales no se les publicaba nada en ninguna parte. Exactamente lo mismo que se dice hoy, y exactamente lo mismo se había dicho cincuenta años antes, y cincuenta años antes. Entonces Eduardo Zalamea publicó esta carta y anotaba luego, "Yo creo que este lector no tiene razón. Pero si hay alguien con quien no hayamos sido justos, las columnas de este suplemento están abiertas para él".
Entonces metí uno de mis cuentos en un sobre... Debí mandarlo un lunes o un martes y yo estaba absolutamente seguro de que lo iban a publicar, pero pensé que lo harían uno o dos meses después. Y el sábado siguiente salí, a la calle, entré a un café en la Carrera Séptima y vi un tipo que tenía abierto el suplemento literario de El Espectador y que tenía el título de mi cuento a ocho columnas. Entonces me sucedió una cosa que es maravillosa: que no tenía los cinco centavos para El Espectador, para ver mi cuento publicado. Entonces salí corriendo para la pensión y le dije a un amigo, "he visto que mi cuento está publicado", y me dijo, "no puede ser porque lo mandaste el miércoles y hoy es sábado". "Pues está publicado". Y él si tenía los cinco centavos. Salimos. Compramos El Espectador y efectivamente estaba allí. Y el lunes o martes salió en la sección "La Ciudad y el Mundo" de Eduardo Zalamea, una nota donde decía que esperaba que los lectores se hubieran dado cuenta de que había aparecido un escritor del cual no se tenía noticia, y hacía un gran elogio de este escritor. Y la impresión que yo tuve en este momento era que me había metido en un lío del carajo, porque ya no tenía camino de regreso y tenía que seguir siendo escritor por todo el resto de mi vida.
Extranjero en todas partes
—Hojarasca les decían en Aracataca a los forasteros que llegaban cuando la fiebre del banano. Le he escuchado y le he leído, que en todas partes se siente extranjero. ¿Usted se siente una hojarasca?
—Mira, es que en Aracataca les llamaban Hojarasca a los extranjeros juntos... Yo sí me he sentido extranjero en todas partes. La primera parte donde lo sentí fue en Bogotá. Luego me he sentido extranjero en todo sitio.
Yo creo que la solución para que yo no me sintiera extranjero en todas partes era que me hubiera quedado en Aracataca. Yo le he dicho a Mercedes muchas veces que si yo me hubiera quedado allá, probablemente no sería un escritor. Sería juez municipal, me emborracharía todas las noches, estaría casado con ella y tendría dos hijos, uno se llamaría Rodrigo y otro se llamaría Gonzalo, como sucede ahora. Pero además, tendría dos queridas con catorce hijos, cuyos nombres no sé cuáles serían, pero no me sentiría extranjero y sería completamente feliz.
—Esto de extranjero yo lo podría interpretar, muy personalmente, como desadaptado. Cuando veo que usted viaja, casi con angustia, sin parar en ningún lado, pienso que lo hace para llenar algún vacío o para solucionar esa desadaptación que tiene a partir de los ocho años.
—Eso es bastante complicado. Yo creo que yo no viajo. Me viajan. Por mí que quedaría quieto. Hay una cosa que yo no me busqué. Que yo no quise, y que yo no preví. Las personas que me conocen bien dicen que todo lo que me ha sucedido en mi vida yo lo he previsto... Hay una cosa que yo no he previsto y es la fama. Yo quería ser un escritor, y quería ser un buen escritor, y quería ser un muy buen escritor, y quería ser el mejor escritor del mundo. Porque no se puede ser un regular escritor si uno no tiene el propósito de ser el mejor escritor del mundo. Es decir, no se puede escribir regularmente bien, si uno no se propone en cada letra a ser mejor que Cervantes, ser mejor que Shakespeare, ser mejor que el Dante, ser mejor que Sófocles... Entonces yo me había hecho ese propósito por una razón de honestidad. Es decir, porque si esa no era mi meta, entonces yo no era honesto. Ahora lo que me falló fue que yo no sabía que esa meta implicaba la fama. Entonces hay una cosa que yo he dicho. Yo hubiera sido feliz si todos mis libros hubieran sido póstumos, en el sentido de que no tenía que cargar con todos los libros que he escrito. Por eso hubiera preferido que se hubieran conocido después de mi muerte.
"Gabo nació con los ojos abiertos"
—Estuve leyendo las primeras crónicas que envió usted de Europa a El Espectador, cuando fue enviado a Ginebra a "cubrir" la conferencia de los Cuatro Grandes. Y se ve en ellas que usted no se deja deslumbrar por Europa. No se deja deslumbrar por las cosas convencionales de ese continente. Tal vez se ríe del Viejo Mundo en esas crónicas...
—No, ¡sí me deslumbraban! Lo que pasa es que yo sabía que no me podía dejar deslumbrar. Para precisar, creo que lo que ha sucedido es que las cosas que me iban sucediendo las tenía más o menos previstas. Yo he medido cada etapa. Yo desde que tengo memoria, recuerdo que lo único que quería ser, era escritor. Nunca en mi vida he sido nada distinto de un escritor.
La maleta llena de billetes
—En eso de lo que usted quiere y de lo realista que es, me he encontrado con varias cosas: su hijo Rodrigo recuerda mucho que su madre dijo una vez: "Gabo nació con los ojos abiertos". Hablando de eso con su esposa, ella me decía: "Gabriel siempre ha conseguido lo que ha querido. Hasta el matrimonio. Cuando yo tenía trece años, le dijo a su padre, ya sé con quién me voy a casar. En esa época no éramos más que conocidos...". Luego recuerda la luna de miel, hace 18 años, cuando en un avión usted le dijo: "Voy a escribir una novela que se va a llamar La Casa" (la casa del abuelo) y después, "voy a escribir una de un dictador". Recuerda ella que también usted le dijo, "a los cuarenta años voy a escribir mi obra maestra". Concluye todo esto en que creen tanto en usted, que su familia ha perdido hasta la emoción de una sorpresa. Y Gonzalo, su hijo, cuenta la historia de un hombre con una maleta llena de billetes. ¿Cómo es?
—Sí. En México, para 1965 podría ser; alguna necesidad tenían mis hijos que yo no la podía satisfacer... Te quiero advertir una cosa: que yo no te voy a hacer el cuento de la miseria, porque lo hago en el sentido de que a mí siempre me faltaron los últimos cinco centavos de que hablábamos la otra vez. Pero nunca me faltaban los últimos cinco centavos para el whisky, por ejemplo. Entonces estábamos muy pobres, y estábamos muy jodidos, ya no teníamos qué comer, pero siempre teníamos whisky. Eso es importante desde un punto de vista moral: porque no te dejas hundir... Entonces no recuerdo en qué momento mis hijos quisieron algo —antes de Cien Años de Soledad— y entonces yo les dije: "Ahora no se puede, pero les prometo una cosa: que un día llegará a esta casa un hombre con una maleta llena de plata". Y ellos se acostumbraron a oírme decir estas vainas. Se quedaron muy tranquilos.
A mí probablemente se me olvidó y probablemente se les olvidó a ellos, y unos cinco o seis años después, en Barcelona, cuando ya mis libros se estaban vendiendo, el editor me llamó por teléfono y me preguntó si yo le aceptaría que me liquidara el semestre de derechos de autor en dinero español en efectivo. Le dije, "no tengo inconveniente. Nos encontramos en la esquina del banco a las diez de la mañana". Y el hombre me dijo, "pero trate de llegar a las diez en punto, porque no quiero estar en la esquina esperándolo. Es una maleta de plata". Y en ese momento me acordé de lo que les había dicho a mis hijos cinco o seis años antes. Le dije: "¡No! ¡Un momento! Cambio. Nos encontramos aquí en la casa a las seis de la tarde.
Al día siguiente a esa hora abrí la puerta y vi un hombre bajito con una gabardina azul y con una maleta. Pero con una maleta como si llegara a un hotel. Mis hijos habían llegado del colegio y los llamé. Les dije "vengan acá". Le dije al hombre "ábrala". Lo hizo... Mira, no era mucho pero eran billetes de cien pesetas. ¡Llena! Y les dije a mis hijos "¿se acuerdan de lo que les dije?". Y dijeron sí. "Nos dijiste que un día vendría un hombre con una maleta llena de plata" —lo daban por seguro—.
—¿En qué forma lo deslumbró a usted Europa?
—No fue deslumbramiento. Fue susto. Pero el susto no fue la llegada a Europa. Fue la salida de Bogotá. Esto fue en 1955. Después de la publicación del relato de un náufrago la cosa se puso cabrona en Colombia, porque era la dictadura de Rojas Pinilla. Los periódicos estaban censurados. Y tengo la impresión, con veinte veinticinco años de distancia, de que a la dictadura no le gustó mucho el reportaje del náufrago. El hecho es que por si acaso, se decidió en El Espectador que me fuera a Ginebra de enviado especial a la Conferencia de los Cuatro Grandes. Era tan raro que a un periodista lo mandaran de enviado especial a cualquier parte, que me hicieron una gran fiesta de despedida que duró como hasta las tres o cuatro de la mañana, y cuando desperté ya el avión se había ido, y cuando llegué al aeropuerto de Techo, que era un galpón helado, me dijeron, "ya el avión de París se fue, pero no importa porque está descompuesto en Barranquilla. Entonces, si coge el avión de Medellín, lo puede alcanzar". Cogí el avión de Medellín, en Medellín cogí otro avión que iba a Barranquilla y efectivamente, el Constellation de París estaba descompuesto en Barranquilla. Me subí al avión y antes de que saliera llegó la cabinera y soltó así, al aire: "Señor García Márquez" ¿Sí? "Por aquí, por favor". Me pasaron a primera clase, porque era viajero distinguido, enviado especial de El Espectador, y en primera clase solamente había un pasajero que era Fernando Gómez Agudelo. El avión hacía Barranquilla, Bermudas, Azores, Lisboa, Madrid, París. Gómez Agudelo iba hasta Frankfurt a comprar la televisora colombiana. Es decir, toda esta vaina que está funcionando aquí, donde me están jodiendo, la iba a comprar Gómez Agudelo por cuenta de Rojas Pinilla que me estaba expulsando de aquí. Lo cual es el despelote de la contradicción.
Nos sentamos a beber trago: En Bermudas se había acabado el trago y le cambiaron la hélice al avión. Cargaron trago hasta Las Azores. Alcanzamos a bebérnoslo todo. Le volvieron a cambiar la hélice al avión en Las Azores. Cargaron trago. Llegamos a Lisboa. Le cambiaron la otra hélice... Hicimos 46 horas de Bogotá a París. Cuando llegamos a París, recuerdo que los pilotos nos dijeron a Fernando y a mí —que llevábamos tres días metidos allí bebiendo trago—: "A este avión se lo llevó el carajo porque no le salen las ruedas". Pero al fin dijeron, "tranquilos que ya le salieron". Aterrizamos en París y al día siguiente cogí un tren para Ginebra... Probablemente ahora caigo en la cuenta, no me deslumbró.
La misma hierba de Aracataca
—Cuando yo iba en ese tren veía la orilla del camino y me daba cuenta de que la hierba era exactamente igual a la hierba que se veía por la ventana del tren de Aracataca. Y yo me decía, "tanto volar, tanto beber, tanto cambiar hélice para que la hierba siga siendo exactamente igual, siga siendo la misma del tren de Aracataca". Entonces yo seguí tranquilo. A las cuatro de la tarde llegué a Ginebra. Y saqué la cuenta. Me habían enseñado en El Espectador que tenía que descontar seis horas para saber que hora era en Bogotá: Pensé, "las once de la mañana, El Espectador todavía no lo han cerrado, de manera que tengo tiempo de mandar el primer cable de la Conferencia de los Cuatro Grandes". Llegué a la estación del tren, me metí en la pensión que vi en frente. Salí y dije, "y ahora, ¿qué carajo hago?" Comencé a caminar. No hablaba ni una palabra de ningún idioma distinto del costeño.
Y caminando por la calle vi de pronto que venía un cura, que tenía cara de cura vasco. Lo paré y le dije, "padre, ¿usted es español?" y me contestó en muy buen castellano: "hijo, no soy español, soy alemán pero hablo español. ¿Qué te pasa?". Entonces yo le conté mi drama: "Mire, a mí me han mandado de periodista aquí y no tengo ni la menor idea de dónde es la conferencia de los Cuatro Grandes". Me dijo, "mira, tú métete a un taxi y di que te lleven al Palacio de las Naciones Unidas y ahí te resuelven el problema". Al llegar allí vi que eran las doce y media en Bogotá, vi el ambiente, me senté y escribí el primer cable. Lo mandé y salió esa tarde publicado. Ese día empecé a ser enviado especial. El cable fue todo inventado... Pero salió bien... Tú sabes que no era la primera vez que pasaba eso. Ya antes me habían sucedido dos o tres cosas como reportero. Ya antes en El Espectador, un día, también bajo la dictadura de Rojas Pinilla, se había publicado la noticia de que habían decidido repartir el departamento del Chocó entre Caldas, Antioquia y Valle. Se anunció esa decisión y llegó un telegrama del corresponsal de El Espectador en el Chocó, que decía que, ante la decisión del gobierno, la gente se había echado a la calle y se había declarado una manifestación permanente de toda la capital; en la calle, bajo la lluvia y en las condiciones más penosas, y que estaban dispuestos a continuar esa manifestación hasta que el gobierno se retractara de la decisión de desmembrar al Chocó. Ese telegrama llegó un día y se publicó. Al día siguiente llegó otro igual que decía que la manifestación continuaba y que se estaban desmayando las señoras, los niños bajo el sol canicular del Chocó. Que no podían soportar más, pero que estaban dispuestos a continuar hasta la muerte. Al tercer día, Guillermo Cano, director de El Espectador, me dijo, "te vas para el Chocó" y le dije, "no, hombre. Yo qué voy a ir para el Chocó". "No, te vas porque éstas son cosas muy importantes". "No, para el Chocó no me voy". Y me dijo: "Vete que allá hay muy buenas negras". Eso lo pensé un poco y esa misma mañana decidí irme.
La desmembración del Chocó
—Eran unos Catalinas, rezagos de guerra, que hacían Bogotá, Medellín, Quibdó. No tenían sillas, sino que llevaban carga y uno iba sentado en los bultos de escobas. Llegando a Medellín había una tormenta tremenda y el Catalina se metía por entre la tormenta y se llovía. Entraba agua en el avión y entonces venían y le daban a uno periódicos, y uno se ponía los periódicos en la cabeza para no mojarse.
—Y lo que más me tenía a mí aterrorizado era que el piloto era un tipo que jugaba béisbol conmigo en la Matuna de Cartagena y yo le pregunté, "¿dónde aprendiste tú a manejar esta vaina?" Dijo, "no joda, ¿tú qué crees? Si yo he aprendido una cantidad de vainas en la vida". Y así llegamos a Medellín. Aterrizó en Medellín, tanqueó, llegamos a Quibdó, bajó en el río y era un pueblo totalmente desierto a las dos de la tarde. Con un calor...Yo iba con un fotógrafo, con Guillermo Sánchez. Empezamos a recorrer aquellas calles desiertas, con ese calor que era aplastante. Era el calor de Aracataca. Volvía a vivirlo ahí. No había manifestación. ¡No había nada! Le pregunté a alguien, "¿dónde vive fulano de tal que es corresponsal de El Espectador?". Me dijeron dónde, llegué y encontré un negro largo, flaco, tirado en una hamaca. Estaba durmiendo la siesta. Lo desperté y le dije, "¿dónde está la manifestación permanente?". Dijo: "no, si aquí no hay manifestación permanente. Lo que pasa es que yo no entiendo cómo es posible que esta gente tenga tan poco espíritu cívico que lo van a desmembrar, lo van a repartir, va a acabar el departamento y nadie se ha preocupado, y entonces yo decidí inventar por telegramas esta manifestación permanente". Le dije, "mira: te advierto que yo no me he metido en un Catalina que se llueve, con un piloto que era pitcher en la Matuna y que no tiene ni la menor idea de esto, para salir ahora con que no hay manifestación. ¡De manera que me haces la manifestación!". Nos fuimos donde el gobernador y le explicamos la situación. Entonces el tipo la convocó con un bando. Sacaron las escuelas, sacaron los colegios, sacaron la gente y llenaron la plaza. Y empezamos a decirle a una viejita, usted se desmaya, y entonces Guillermo Sánchez tomaba la viejita desmayada. Sacaban a una estudiante cargada, Guillermo Sánchez tomaba la fotografía... Todo esto se devolvió en el Catalina. Se armó el gran escándalo. Por primera vez El Espectador publicó fotos de la manifestación permanente. Al día siguiente la manifestación continuaba. Mandamos más fotos, mandamos más cables y el cuarto día ya la manifestación era verdad. Ya la gente se lo creía, ya se desmayaban de verdad, ya caían exhaustos por el sol y ya los senadores y los representantes chocoanos se habían ido para el Chocó a capitalizar esta manifestación, y ya estaban pronunciando discursos de verdad. En el siguiente avión no sólo se fueron todos los senadores y los ministros, sino que se fueron todos los periodistas y terminaron haciendo una manifestación permanente de verdad, con lluvia, con ministros desmayados, tanto que a la semana el gobierno decidió que "en vista del extraordinario espíritu cívico del Chocó y de la abnegación y del heroísmo de los políticos chocoanos, no se desmembraba el Chocó". Yo me quedé, hice un reportaje completo sobre el Chocó, donde demostraba que era un departamento abandonado, que las gentes estaban en una situación económica terrible y que había que hacer algo por ellos. Y a la semana estaban los chocoanos escribiendo cartas a El Espectador diciendo que yo era un miserable, que me habían tratado como a un príncipe y había venido a decir que ellos se estaban muriendo de hambre y que no era cierto porque ellos estaban muy bien.
París sin cinco centavos
—Volviendo de esta realidad nacional a la política mundial, que es el salto que da usted con Ginebra, al terminar la conferencia de los Cuatro Grandes, ¿qué camino sigue?
—Volví tres años después, porque de Ginebra... me pareció que esto de llegar a Ginebra y quedarse allí unos pocos días y regresar a casarme, pues era como un poco exagerado. Entonces me fui a Roma y estuve en Roma unos ocho meses, o un año, y luego me fui a París. Ya de regreso, y cuando estaba en París, recuerdo que me encontré con Plinio Apuleyo Mendoza en un café y él leía Le Monde y de pronto me dijo, ‘aquí hay una noticia que puede ser muy grave para usted: que clausuraron El Espectador. Le dije yo, es la mejor noticia que me pueden dar en la vida, porque no tengo que regresar ahora a Colombia".
—Yo me senté a escribir, El Coronel no tiene quién le escriba. (Porque esta es una historia que se muerde la cola). Yo conocía la historia de mi abuelo que estuvo toda la vida esperando que le mandaran su pensión de veterano de la guerra civil.
Cuando mi abuelo se murió, mi abuela me dijo, "tu abuelo se murió esperando su pensión de veterano, pero yo no me preocupo porque a ustedes les llegará. Y si no te llega a ti les llegará a tus hijos".
Una pensión que no llegó nunca. Entonces yo había pensado que esa podía ser una historia para una comedia. Pero cuando estaba en París, empece escribiendo la comedia del coronel que espera su pensión, y todos los días sacaba dinero de la mesa de noche, bajaba, comía en la esquina, subía, hasta que un día hice así, y rasguñé y ya no había ni un centavo. Entonces lo que había empezado como una comedia lo volví al revés y empecé a escribirlo realmente como era. Porque empecé a mandar S.O.S. a los amigos...
—Este era un séptimo piso sin ascensor, y yo bajaba, veía que no había carta y entonces subía y agregaba una página más de la historia que estaba escribiendo. Pero lo que es increíble es que a medida que iba escribiendo la historia me iba dando cuenta que nunca me llegaría la carta y que nunca me contestarían los amigos a los cuales había acudido. Entonces había un momento en que lo que estaba escribiendo correspondía exactamente con la realidad. Y por eso yo creo, contra el criterio de todos los críticos, que el mejor libro que he escrito yo: es decir, que si yo he escrito una obra maestra, esa obra maestra es El Coronel no tiene quién le escriba, porque yo duré escribiendo la realidad de cada día a medida que iba sucediendo.
Las botas de Italia
—Ahora, antes de comenzar la entrevista, hablamos de sus botas hechas en Italia, su camisa francesa... Se sabe por otra parte que usted es un gran catador de vinos. ¿No trata de desquitarse así de esos años estrechos? ¿No se venga de la vida como se vengó el 9 de abril en esos almacenes de paños?
—No hay que equivocarse. Todos los años, desde que uno nace hasta que uno muere, son estrechos. La historia de mis botas es que cuando yo llego a Roma, donde tengo muy buenos amigos, los periodistas me preguntan que a qué voy a Roma, y como yo voy a Roma por asuntos estrictos de mi vida privada, les digo que voy a comprar botas. Y voy a París y compro camisas. Y voy a Londres y compro pantalones, y mi hijo Rodrigo, cuando me ve, me dice lo que decía hace un momento. Que yo me visto como pobre con ropas de rico. Ahora, lo que te quiero decir es que eso no es una venganza. Al principio sí hubo una especie de venganza. Es decir, cuando yo volví a París, quince años después de esta historia que te contaba de mi primera llegada allí, tuve impulso de venganza. Llegué con suficiente dinero como para ir a restaurantes a los cuales no había ido. Fui el primer día, y el segundo y el tercero, pero el cuarto día uno se da cuenta de que son pendejadas. Que los buenos restaurantes era a donde iba antes. A los restaurantes griegos del barrio Latino.
A los pequeños bistrot, a donde la señora que hacía un buen bistec, que hacía una buenas papas fritas. No hay venganza posible con la vida. Es decir, todo el camino de la vida es siempre estrecho y no hay nada qué hacer.
El peso de una novela
—Bueno, yo relacioné esta época de París con la época de México, muchos años después, en la cual usted escribió Cien Años de Soledad, porque usted tuvo que dejar un puesto en una agencia de publicidad para dedicarse a escribir y tuvo un momento muy difícil. Su esposa recuerda que no han sido así todas las épocas de su vida matrimonial, sino ésa. Y me impresionó una anécdota, cuando usted terminó de escribir el libro. Se fue al correo a enviar el paquete a la Argentina y, no sé si tuvo para los portes... ¿Recuerda ese momento?
—Pero no es tan grave como se cuenta. Lo que pasa es que Cien Años de Soledad pesaba más de lo que uno se imaginaba. Fíjate, Cien Años de Soledad lo escribí yo en México en 1965, 66, 67...
Desde el 65 al 67. Fue una época estupenda. Es decir, una época que no era fácil porque no teníamos dinero, pero en cambio, una época muy buena, porque yo estaba escribiendo como un tren, que es lo mejor que le puede suceder a un escritor. Entonces cuando yo vi que Cien Años de Soledad venía y que no la paraba nadie, le dije a Mercedes, "tú te haces cargo de este asunto". Ella, por supuesto, no lo pensó dos veces. Es curioso que mis hijos, ahora, yo les pregunto por esta época y ellos me recuerdan como a un hombre que estaba encerrado en un cuarto, que no salía nunca...
Y yo tenía la impresión de que era el ser humano más humano y más sociable del mundo. Y ahora me doy cuenta de que durante dieciocho meses no salí del cuarto. Pero yo recuerdo que salí una vez. Salí una vez cuando Mercedes me dijo que ya no había nada que hacer. Que ya había llegado al fondo. Entonces yo tenía un carro y lo llevé al Monte de Piedad y lo empeñé y le traje a Mercedes la plata y le dije, mira, aquí tienes como para diez años... Y duró tres meses. Y seguía escribiendo. Recuerdo que en mitad de camino el dueño de la casa llamó a Mercedes y le dijo, "señora, ustedes me deben tres meses de casa". Y Mercedes tapó el teléfono y me dijo, "¿cuánto tiempo te falta para terminar el libro?" y yo le dije, "como seis meses". Y entonces ella le dijo, "Mire, señor, no sólo le debemos tres meses, sino que le vamos a deber seis más". Y entonces el tipo le dijo, "¿y dentro de siete me pagan todo?" y dijo ella, "sí, todo" Y él respondió, "si usted me da su palabra, yo no tengo ningún inconveniente en esperarla". Y Mercedes tapó el teléfono y me dijo, "¿palabra?", y yo le dije, "mi palabra de honor". ¿Y tú sabes que a los siete meses fuimos y le pagamos todo? No por Cien Años de Soledad, porque yo terminé, y en un mes, traía tal perrenque en la mano, que me puse a trabajar después en publicidad y pudimos pagar todo eso. Pero cuando yo terminé Cien Años de Soledad, ya me había escrito la Editorial Suramericana y me había pedido... La Editorial Suramericana me escribió diciéndome que había leído todos mis libros y que tenían interés en reeditármelos. Y entonces yo les contesté diciéndoles que no podía porque tenía compromisos con otros editores. Pero en cambio, en septiembre terminaría un libro en el cual yo tenía mucha fe. Y que no tenía ningún inconveniente en dárselo a ellos. Y entonces ellos me dijeron que muy bien, que estaban de acuerdo, que contrataban ese libro. Lo contrataron y me mandaron con el contrato quinientos dólares de anticipo. Y el día que lo terminé nos fuimos al correo Mercedes y yo. Eran setecientas páginas. Entonces lo pesaron y dijeron que costaba ochenta y tres pesos, de México a la Argentina, y Mercedes me dijo, "no tenemos sino cuarenta y cinco". Le dije, "muy fácil", partí el libro por la mitad y le dije, "péseme este libro hasta cuarenta y cinco pesos". Pesaron hasta cuarenta y cinco: quitaban hojas como quien corta carne. Cuando llegó a cuarenta y cinco pesos agarré esas hojas, las envolví, las mandé y nos quedamos con el resto. Entonces nos fuimos a la casa y Mercedes sacó lo último que le faltaba por empeñar. Era el calentador que yo usaba para escribir. Porque yo puedo escribir en cualquier circunstancia, menos con frío. El secador que usaba para la cabeza y la batidora que había usado toda la vida para hacerles los jugos de frutas a los niños y ya los niños estaban creciendo y ya no la necesitaban...
Se fue con eso al Monte de Piedad y le dieron unos cincuenta pesos.
El hecho es que volvimos con el resto de la novela al correo: la pesaron y dijeron, cuesta cuarenta y ocho pesos. Mercedes pagó sus cincuenta pesos, le dieron dos pesos y yo me di cuenta, cuando salimos del correo que estaba verde de encabronamiento y me dijo: "Ahora lo único que falta es que la hijueputa novela sea mala".
El hielo y el mar
—Hablando de su obra, hay una frontera entre la realidad y la imaginación, o la creación. Y lo primero que se me ocurre preguntarle es sobre el hielo. ¿Hasta dónde esta imagen del hielo y cuándo comenzó su imaginación?
—Yo tengo la impresión de que, hasta el momento en que escribí Cien Años de Soledad, tuve la idea de empezar de algún modo un libro, un cuento, una novela, con este episodio del hielo. Más aún: el personaje del viejo que lleva al niño de la mano, es un personaje que se repite constantemente en mis libros. En La Hojarasca, que es mi primera novela, el principio es exactamente el de un niño que lo visten con un vestido de pana verde, que le aprieta un poco, que le aprieta en las piernas y lo llevan a ver un muerto. Que es exactamente la imagen que yo me acuerdo de mi abuelo que me llevaba a misa los domingos. Y yo siempre tuve la impresión de que estaba trampeando un poco, porque a través de todos mis libros, de mis cuentos, hay un viejo que lleva al niño y lo lleva a ver un muerto y lo lleva de paseo y lo lleva al cine... Mi abuelo me llevaba siempre al cine y yo tenía la impresión de que no había llegado exactamente a la almendra del problema, hasta cuando llegué a Cien Años de Soledad, donde lo lleva a conocer el hielo. Y era exactamente el punto donde yo había estado tratando de llegar desde que tenía, no sé, tenía... cuatro o cinco años. Creo que ni siquiera sabía hablar cuando conocí el hielo.
—Saltando tal vez, pero siguiendo con su obra, en El Otoño del Patriarca aparece siempre un embajador detrás del dictador. Y este dictador le regala todo, hasta el mar. Entonces yo creo que una persona que medianamente lea, lo encuentra a usted en ese momento. Y encuentra que es una autobiografía. ¿Por qué le entregó el mar?
—No, déjame ir un poco atrás. Es que lo que pasa es que El Otoño del Patriarca es ya parte de mis memorias cifradas. A mí me llamó muchísimo la atención... fíjate que hace mucho tiempo que yo no leía artículos críticos sobre mis libros. Cuando apareció Cien Años de Soledad y hubo una avalancha de crítica, en el primer momento con una gran ansiedad perfectamente justificada y natural y comprensible, yo me precipitaba estas críticas, a ver si les gustaba o no les gustaba.
Críticos parasitarios
—Y luego me fui dando cuenta de que a los críticos no les preocupaba mucho si el libro les gustaba o no les gustaba sino que ya, en ese momento, estaban tratando de decir cuál era el libro que yo debía escribir después. Es decir, los críticos son una especie de profesionales parasitarios que por determinación propia y sin que nadie los haya nombrado, se han constituido en intermediarios entre el escritor y el lector. Es decir, el escritor se toma el trabajo de tratar de comunicar sus experiencias, de mandarle su obra al lector y se encuentra que en el camino hay unos señores que no dejan que llegue directamente esa obra al lector sino que dicen, ‘un momento. Ustedes no están en condiciones de entender lo que este señor les quiere decir. Nosotros se lo vamos a explicar’. Y entonces entran en un problema de desexplicación total. Es una cosa muy particular. Me di cuenta especialmente en Cien Años de Soledad. Cuando me di cuenta de eso, empecé a no leer más críticas. Sobre todo porque notaba que no sólo trataban de decir qué había dicho en Cien Años de Soledad, sino qué debía seguir diciendo. Entonces hay una cosa que me llamó mucho la atención de algunos críticos con relación al Otoño del Patriarca: es que algún crítico decía que Cien Años de Soledad era una novela muy buena. Que el autor cuenta en ella sus experiencias, porque el autor recurre a sus recuerdos, a evocaciones de un mundo que conoce muy bien, en el cual ha vivido, en el cual ha estado sumergido toda su vida, y que en cambio en el Otoño del Patriarca está perdido, el libro no gusta, el libro que queda en mitad del camino. Es un libro frustrado, porque trata de un dictador y de un ambiente de dictadura del Caribe que el autor nunca ha vivido y nunca ha conocido sino que tiene referencias de segunda mano. A mí esto me parece un punto ejemplar de lo burros que son los críticos. Porque Cien Años de Soledad es un libro escrito con las experiencias de mis padres, de la gente que conocí de niño, leyendas populares, cosas que me han contado, noticias que tengo a través de los periódicos, investigaciones que hice de ciertos episodios. Es decir, es hecho con experiencias contadas por otras personas. En cambio, El Otoño del Patriarca, es un libro escrito totalmente con experiencias personales cifradas. Probablemente son mis memorias, o parte de mis memorias. Y los críticos lo que tenían que saber, o lo que tenían que descifrar, si son descifradores tan eficaces como pretenden serlo, es que probablemente todo este episodio del dictador que vende el mar y del dictador que se queda perdido por la falta del mar, corresponde un poco a la historia de la cual hablábamos hace un momento, del muchacho de Aracataca, del muchacho de Barranquilla que a los doce años llega a la ciudad más extraña y más remota que recuerda, que es una ciudad gris, una ciudad cenicienta, una ciudad fría, con tranvías que echan chispas en las esquinas, con hombres vestidos de negro, con calles totalmente llenas de muchedumbres, donde no hay ni una sola mujer, y sobre todo, una ciudad donde no hay mar. Yo tengo la impresión de que ésa es probablemente una interpretación mucho más correcta de todo el episodio del dictador que vende el mar. Porque además tengo otra impresión, que la gran trampa en que pueden caer, no sólo los críticos sino los lectores, es creer que El Otoño del Patriarca es la novela de un dictador. Si alguien tiene la curiosidad de leerlo con otra clave es decir, en vez de pensar en un dictador, pensar en un escritor famoso, probablemente el libro resulte mucho más comprensible.
"No hay temas originales"
—Se me viene ahora la imagen de un diálogo que usted tuvo en Lima, donde se acuerda de sus cinco años y era un niño asustado en una de las esquinas de la casa; sentado en una banca, a las seis de la tarde, y no se movía de ahí porque le decían que si lo hacía, los fantasmas le iban a hacer algo...
—¿Tú sabes que esa es una imagen de mí mismo que está allá en La Hojarasca? La Hojarasca como tú recuerdas, es un monólogo a tres voces —por decirlo de alguna manera— de un abuelo, su hija y su nieto, en torno a un cadáver. Que si lo piensas con mucho cuidado, es otra vez la misma estructura y el mismo planteamiento dramático del Otoño del Patriarca. Y si lo piensas con un poco de cuidado y me perdonas por una vez la pedantería de ser erudito —que son las cosas que más vergüenza me dan en la vida— es otra vez el mismo drama de Antígona tratando de enterrar el cadáver de su hermano, al cual el dictador Creonte no deja enterrar. Un tema que fue tratado, primero por Sófocles, después por Eurípides, después por Anui, antes por Séneca, y después humildemente en La Hojarasca. Después humildemente en El Otoño del Patriarca. Te digo toda esta cosa y te hago todo este rollo, erudito... porque otra cosa de los críticos es la manía de andar buscando que este tema no es original porque fue tratado por éste. No hay temas originales en la historia universal. En la historia de la literatura universal hay 36 situaciones dramáticas de las cuales nadie se puede salir. Yo creo que son menos de 36. Pero lo que te estaba diciendo era que el tema de la expectativa alrededor del muerto, del hombre insepulto, del cadáver ante el cual hay dificultades para que sea sepultado, es bastante antiguo. Fue tratado en La Hojarasca, fue tratado en El Otoño del Patriarca...
Te hacía todo este largo recorrido, y todo este pedante recorrido por la literatura universal, para decirte que la imagen del niño sentado, muerto de miedo, es efectivamente un tema recurrente en mis libros, en mi obra, si se me permite decirlo, con una modestia que seguramente los críticos no me perdonarán. Y es una imagen que yo recuerdo perfectamente en la vieja casa de Aracataca: que la forma que habían encontrado mis abuelos a partir de las seis de la tarde, para no tener que estar pendientes de mí, para no estar ocupándose del niñito este en esa casa grande, era que sencillamente, decían, "siéntate en esta silla y no te muevas. Porque si te mueves y te vas a ese cuarto, ahí se murió la tía Petra. Y aquí se murió el tío Nicolás. Y allá se murió Petronila". Y entonces a mí me mantenían quieto a base de terror.
Y, sin embargo, la imagen del niño aterrorizado, siendo yo mismo, que yo recuerdo, no es aquella de la casa de Aracataca, sino cuando era periodista, en Bogotá, que de El Espectador me mandaron a Medellín a que hiciera un reportaje. Creo que el primero, además. En Medellín hubo dos derrumbes de tierra, una cantidad de muertos, y entonces me dijeron, "te vas a Medellín, investigas qué fue lo que pasó", y yo recuerdo perfectamente, me instalé en el hotel y hasta entonces todo iba muy bien. ‘Hasta ahora muy bien —pensé— pero ya no puedo darle vueltas a esto, tengo que salir y hacer lo que me mandaron a hacer’. Y salí a la calle y estaba lloviendo, y para mí es un instante de enorme felicidad el que estuviera lloviendo porque era un pretexto que me ponía a mí mismo para poder aplazar el problema de tener que ir a averiguar qué era lo que había pasado. Y me recuerdo perfectamente a mí mismo —ya en este momento tenía 23, 24 años— viendo que escampaba y que a medida que escampaba me daba cuenta de que tenía que afrontar la realidad. Y en ese momento me acordé de cuando estaba en Aracataca, sentado en el asiento, temiendo que allá se había muerto la tía, que allá se había muerto el tío y aquí se había muerto la prima. Y yo me daba cuenta que ese terror que tenía en aquel momento en Aracataca y me lo habían convertido en el terror concreto, en el abstracto terror concreto de los muertos que salían, era el mismo que tenía cuando debía enfrentarme por primera vez a la realidad. Y en ese momento me di cuenta de dos cosas: una, que a la hora de afrontar la realidad, todo el mundo, absolutamente todo el mundo, está solo. Y dos, que todo el mundo, absolutamente todo el mundo, tiene miedo... Fue una gran enseñanza para mí. Porque ese día me di cuenta de algo que los años me han ido permitiendo: que por la mañana al despertarse, todo el mundo, absolutamente todo el mundo, tiene miedo. Y fue una enseñanza muy importante, porque durante muchos años creí que era solamente yo. Y cuando supe que todo el mundo tenía miedo, pensé que probablemente nadie tiene más miedo al despertarse por la mañana que los Presidentes de la República. Y ese día seguí despertando con mucho miedo, pero aprendí a tenerle menos miedo al miedo de por la mañana.
—Hablando de miedo y de soledad, al leer El Otoño del Patriarca vi que usted no les tiene miedo a los muertos, porque el dictador, que está aparentemente sólo, se siente acompañado por el cadáver de Bendición Alvarado. Se va el cadáver y él luego tiene leprosos y vacas en su casa. Entonces eso muestra que su miedo no es a los muertos sino a la soledad... ¿Cómo surgió Bendición Alvarado? ¿Qué quiere mostrar con ella? Bendición Alvarado y luego Leticia Nazareno, que es una monja, o una novicia con la que él se casa después...
—Yo creo que en el fondo es una sola. Bendición Alvarado, aparte de esto, no tiene ningún misterio. Es la madre del dictador. El dictador, probablemente los freudianos dirán que es un personaje edípico.
...Yo no creo que es un personaje edípico. Yo creo que es el personaje... Es un hombre que depende de una mujer, de modo que en el fondo es la metáfora de todos los hombres, querámoslo o no.
Entre la fama y el poder
—Desembocando en estas dos ideas que han venido, que son el poder y la soledad, que a la vez son los ejes de su obra, ¿qué relación hay entre el poder y la soledad? Usted parece decirlo muchas veces: "El que llega al poder se queda solo". O, "un hombre cuando llega a la fama se queda solo". Entonces yo quiero preguntarle si ése es problema de su imaginería o es su caso personal. Usted dijo una frase hace una hora: "Lo único que no estaba previsto era la fama". Entonces encuentro todo esto en una mezcla y me pongo a pensar en el poder y la soledad. La fama y la soledad...
—Sí, en realidad yo creo, mirando hacia atrás, que entre la fama y el poder hay una relación bastante estrecha y son las posibilidades de aislamiento que ambos tienen. Es decir, las posibilidades de aislamiento... de soledad en el poder. Creo que es una ilusión bastante vieja. E inclusive un poco mecánica. Se refiere a que la persona que tiene el poder está un poco a merced de quienes le informan. Es decir, el contacto con la realidad no es directo sino que pasa a través de muchos intermediarios, en el caso del poder. Yo conozco una excepción bastante válida que es la de Fidel Castro, a quien conozco personalmente; con quien he conversado largas horas... Es una persona extraordinariamente bien informada. Pero Fidel Castro está permanentemente preocupado por combatir la soledad del poder. No sé si lo hace consciente o inconscientemente. Pero Fidel está constantemente interesado en obtener información directa. Es uno de los hombres mejor informados que yo conozco y probablemente, uno de los menos solitarios. Ahora bien: la fama es otra cosa, porque de eso sí puedo hablar yo por experiencia personal. Hay una cosa que yo sé, y que puedo decir: es que si algo puede conducir rápidamente y gravemente a la soledad, es la fama. Porque, a partir de un momento, uno no sabe ya dónde está parado. Ya no sabe quién es ni qué es lo que piensan de uno. Entonces hay que aprender a defenderse de eso. Yo la única defensa que he encontrado y que me parece eficaz, contra las posibilidades de aislamiento, las posibilidades de soledad que trae la fama, es mantenerme fiel a mis amigos. Yo creo que a través de esta cosa catastrófica que me ha sucedido a mí, que es haberme vuelto famoso de la noche a la mañana, he logrado conservar todos mis amigos.
Los hombres y la literatura
—La literatura y los hombres...
—¿Por qué la conquista del espacio es un fracaso desde el punto de vista espectacular, desde el punto de vista del interés de los seres humanos? ¿Por qué a los seres humanos no les interesa más la conquista del espacio? Porque no se han encontrado seres vivos. Porque no se han encontrado seres humanos. Si hubieran encontrado un marciano, siquiera de "este" tamaño, en este momento la conquista del espacio sería el espectáculo más extraordinario y toda la humanidad estaría pendiente de eso. Mientras no encuentren otro ser humano en algún lugar del universo, la conquista del espacio será un fracaso. Es exactamente el problema de la literatura, el problema del arte. Mientras el arte y mientras la literatura no les transmitan a los lectores, a los espectadores, un problema de la vida, un problema de los seres humanos, es un fracaso completo.
Lo que dicen las encuestas
—Un grupo de estudiantes de Filosofía y Letras consultó con las personas que han comprado El Otoño del Patriarca. Querían sondear la realidad nacional. O el nivel cultural del país a través de la encuesta. Y encontraron que el 72 o el 74 por ciento de las personas que lo han comprado, no han pasado de la página 40.
—A mí, con toda la modestia que soy capaz, que no es mucha, pero es un poco, me gustaría que hicieran la misma encuesta dentro de la misma zona de lectores. Que hicieran la misma encuesta con El Quijote, con Gargantúa y Pantagruel, o con Edipo Rey de Sófocles, por ejemplo. Yo quisiera saber (y es una curiosidad que tengo, ya no es cuestión de responder a esta pregunta) de qué página hubieran pasado, con esos libros. Estamos en Colombia, en un país, donde el índice de analfabetismo, según las estadísticas es de un 40%. Yo creo —y tienen que demostrarme lo contrario— que las estadísticas son falsas. Yo creo que el índice de analfabetismo en Colombia está casi en el 80 por ciento. Entonces a mí me parece perfectamente natural que una novela con las exigencias culturales del Otoño del Patriarca, ofrezca una dificultad mucho mayor que Cien Años de Soledad. Ahora bien: ¿un escritor tiene que tomar en cuenta el índice de analfabetismo de los lectores para escribir sus libros? Es decir, ¿tiene que bajar el nivel digamos de compresión cultural de esos libros hasta el nivel cultural de los lectores? O, ¿tiene que escribir el libro como cree que debe ser y esperar a que tarde o temprano los lectores alcancen el nivel cultural de ese libro? Yo creo que es la segunda posición la que se debe adoptar. Es decir, la obra literaria debe estar al nivel cultural que el escritor considere que debe estar. Y ese mismo escritor, y todos los escritores, y toda la gente que sienta a su país y que considere que la humanidad debe seguir hacia adelante, debe trabajar en el sentido que los lectores, mediante una culturización interna, que no será posible sino mediante una revolución, alcancen el nivel cultural, al punto de comprender esa obra.
—Ahora démosle un viraje de noventa grados al diálogo: Voy a pensar en su posición política, en su convencimiento de la necesidad de una revolución, pero también en su cuenta bancaria. En que usted es un hombre muy rico que habla de revolución. La mayoría de la gente encuentra una contradicción en eso...
—Ojalá fuera muchísimo más rico para hablar muchísimo más de la revolución. Primero, porque para hacer una revolución en un país como éste se necesita muchísima plata. Porque también la revolución, en cierto aspecto, es un problema de plata. Pero no hay ninguna contradicción, además, entre ser rico y ser revolucionario, siempre que sea sincero como revolucionario y no sea sincero como rico. Todo depende la posición en que se esté. Mira: esto nos conduce a un equívoco que existe en todas partes y que es un equívoco fomentado, por supuesto, por los capitalistas. Y es que los revolucionarios tienen que estarse muriendo de hambre, porque de acuerdo con una definición que hizo alguien interesado en los Estados Unidos, el socialismo es la repartición de la pobreza. ¡No! Yo creo que el socialismo es la repartición de la riqueza. Y cuando tratamos y/o queremos hacer la revolución socialista, no es que queramos que los que tienen buenas casas y buenos automóviles y comen bien, no tengan buenas casas y buenos automóviles ni coman bien. Sino que los que no tienen automóviles, y los que no tienen buenas casas y los que no comen bien, tengan buenos automóviles y tengan buenas casas y coman bien. Yo hasta este momento tengo la suerte y la posibilidad de tener buenas casas, una buena casa, un buen automóvil y de comer bien.
Sacrificarlo todo
—Me gusta la buena vida. Y eso me permite ser más revolucionario que cuando no sabía lo que era eso. Porque ahora sé lo que les está faltando a los que no lo tienen. Y estoy dispuesto a sacrificarlo todo. Y trato de decirlo con la menor solemnidad posible, pero estoy dispuesto a sacrificar, inclusive mi vida, porque todo el mundo conozca lo que yo conozco ahora. Qué es la buena vida. Ahora bien: eso se dice fácilmente, pero tiene muchos problemas. Yo en este momento debía ser uno de los hombres más ricos de Colombia. Y no soy uno de los más pobres. Pero no soy tan rico como la gran prensa y el capitalismo han tratado de hacerlo creer. Porque el escritor es tan explotado como cualquier obrero.
Quinientos pesos en diez años
—Probablemente ningún escritor en lengua castellana ha vendido tantos libros como yo, en tan poco tiempo. Déjame ir un poco atrás. Esto no sucedió de milagro: yo publiqué mi primer libro en 1955, hace veinte años. Por mi primer libro yo no recibí ni un centavo de derechos de autor. Mi segundo libro fue El Coronel no tiene quién le escriba. Se publicó en 1960. Tuve 500 pesos de derechos de autor. Luego publiqué otro y otro: había publicado cinco libros. De 1955 a 1965, en diez años, había recibido en derechos de autor, 500 pesos. ¡En diez años! Es decir, si tú divides por mes, saca la cuenta a cómo me sale el sueldo mensual en diez años. Quinientos pesos en diez años, ¿a cómo me sale el sueldo mensual? Publiqué Cien Años de Soledad. Entonces fue como la explosión de todos mis libros anteriores. Del que más se había vendido cuando yo publiqué Cien Años de Soledad, era probablemente de La Mala Hora: se habían vendido setecientos ejemplares. En toda la América de lengua española. ¡Setecientos ejemplares! Cuando el editor argentino me dijo que de Cien Años de Soledad se iban a publicar ocho mil ejemplares, yo le escribí una carta diciéndole que fuera un poco más prudente, que estaba exagerando y podía clavarse. Lo publicó en mayo de 1967, calculando que de mayo a diciembre vendería los ocho mil ejemplares; los vendió en tres días, en la entrada del metro de Buenos Aires. Todavía fue el fenómeno. Entonces empecé a recibir derechos de autor poco a poco.
—Porque hay una cosa que los propios lectores no saben: es, cómo es la estructura de la industria editorial. A cualquier lector, o cualquier persona a quien yo le diga que en nueve años, en castellano se han vendido tres millones de ejemplares de Cien Años de Soledad, cualquier persona que sepa que en ese mismo tiempo Cien Años de Soledad ha sido publicado y traducido en veintiún idiomas, se imagina que esa es una enorme cantidad de dinero. Ahora, hagamos cuentas, porque hay gente que tiene un gran pudor por hablar de plata. Yo no tengo ningún pudor de hablar de plata. Para mí la plata no es más que un tranquilizante nervioso. Es una especie de valium. Es decir, el que tiene cómo resolver sus problemas tiene los nervios más tranquilos que el que no tiene cómo hacerlo. No es nada más. Es una cosa absolutamente material. Es la representación, es el símbolo del trabajo. Ahora bien: a cualquier persona que le digamos que hemos vendido en nueve años tres millones de ejemplares de Cien Años de Soledad, semeja que ésa es una enorme cantidad de dinero. Porque, generalmente el lector no sabe quién es el dueño del libro. Cada peso que el lector paga por un libro, está repartido así: 50% para el editor, que por supuesto carga con los gastos de la edición. 20% para el distribuidor. 20% para el librero y 10% para el autor. De ese diez por ciento vienen descontados los impuestos y viene descontado otro diez por ciento de los derechos del agente: es un diez por ciento bien gastado porque el agente es la persona que va y pelea con el editor. Entonces quedamos que por cada peso que el lector paga por un libro, al autor le corresponden ocho centavos. Si tú tomas en cuenta que mis contratos de libros son hechos en la Argentina, en pesos argentinos, y que la Argentina en nueve años ha tenido una devaluación, ¿de cuánto en nueve años?.
—Dos mil por ciento.
Pura ficción
—Entonces coge lápiz y papel y verás que es una pura ficción lo de mis derechos de autor. (Vamos a seguir para adelante). Cien Años de Soledad —para hablar solamente de un libro— se ha traducido a 21 idiomas. Es un dato espectacular, extraordinario y poco común. Pero esos 21 idiomas ¿qué significa? Suecia, tres mil ejemplares. En Holanda, cinco mil ejemplares. En el Japón, donde fue un éxito, diez, doce mil ejemplares. Los países donde más se leen mis libros son, en castellano, América Latina y España. (En Italia el editor está atrasado cuatro años en el pago de derechos de autor. Eso quiere decir que si mañana me los paga, me está pagando con intereses de mis derechos de autor). Otro país donde los libros se han vendido espectacularmente, en la Unión Soviética. Allí la primera edición de Cien Años de Soledad se hizo en la Revista de Literatura Extranjera, con un millón de ejemplares. Más unos trescientos o cuatrocientos cincuenta mil ejemplares que se hicieron después. Además vendidos en dos meses, espectacularmente. La Unión Soviética no pagaba en esos momentos derechos de autor. Ahora los paga. Hace dos o tres meses, o seis meses, ingresó al pacto internacional, mediante el cual se pagan derechos de autor. Pero en ese momento no se pagaban. Pero veamos un caso que es bastante más interesante: En los Estados Unidos. Allá Cien Años de Soledad fue "Best Seller" en la edición principal. Es decir, en la edición de pasta dura. Se vendieron 19 mil ejemplares. Ha sido un éxito, y un éxito notable en la edición de bolsillo. Se está vendiendo hasta el momento más de medio millón de ejemplares. Es un récord para el escritor de lengua castellana. Pero en las ediciones de bolsillo, hay algo interesante: las contrata el editor principal, lo que quiere decir que el autor no va ya en el diez por ciento del precio del libro. Sino en el cinco por ciento. Y tiene que compartirlo con el editor principal. Entonces, de cada dólar de la edición de bolsillo (que es precio que tiene, un dólar), cinco centavos son de derechos de autor. Dos y medio de esos cinco centavos son para el editor principal. Dos y medio centavos son para el autor. De los cuales en Estados Unidos se descuenta en 30% por anticipado para los impuestos. Y el 10% para el agente. Esto quiere decir, sencilla y dulcemente, que yo tengo que seguir trabajando permanentemente para seguir viviendo.
Ahora bien. Aquí tampoco te quiero hacer el cuento de la miseria. ¿Tú has leído las historias de mis grandes mansiones en el mundo? Las descripciones que se hacen son espectaculares. ¿Y tú sabes que yo las dejo y nunca las rectifico? ¿Sabes por qué? Porque yo sé que a los ricos les da mucha rabia. Porque a los ricos les da mucha rabia que los pobres sean ricos. Entonces yo dejo que prosperen esas leyendas. ¿Tú sabes que yo no había tenido nunca en mi vida, desde que nací, una casa propia hasta este año de 1976? Yo me muero de risa y me divierto mucho cuando leo sobre mi mansión en Barcelona. Mi mansión de Barcelona es un apartamento alquilado por el cual pagaba 180 dólares de alquiler. (Que ahora se lo dejé a mi maestro Guillermo Angulo que es el cónsul de Colombia en Barcelona y que sigue pagando los 180 dólares que no podría pagarlos si no fuera así, porque los cónsules de Colombia, en ninguna parte del mundo, podrían pagar más de alquiler de 180 dólares). Esa es mi mansión de Barcelona. Yo tengo una casa en Cuernavaca que son mil metros cuadrados de terreno con un dormitorio. Y una casa en México, que es una casa muy bella: una vieja casa que compré y que la restauré yo, trabajando con los albañiles. Pero esto no se lo cuentes a nadie, pues yo necesito que mi fama de millonario continúe. Porque se ha dado el caso de que he ido a hacer un préstamo a un banco y me lo han autorizado sin firma, sin referencias, sin fiadores de ninguna clase. Porque esa mañana en el periódico, habían leído que yo era uno de los hombres más ricos del mundo.