“Somos lo que leemos, pero igualmente somos lo que no leemos”:Alberto Manguel
Renson Said
La lectura es un acto íntimo. Y así como nadie lee dos veces el mismo libro, es imposible hacer una historia general de la lectura. Porque cada hombre es un universo autónomo, con características propias y con su particular visión de mundo. Leemos, pues, de distintas maneras y por diferentes motivos. Vemos incluso en el mismo libro cosas que no advertimos en lecturas pasadas. Y lo que ayer nos parecía una novela magistral hoy puede ser un esperpento. Porque también la edad tiene mucho que ver con las lecturas. A medida que pasan los años, el gusto se va refinando, y el lector elige los libros afines a su espíritu sensible.
Por eso, para hablar de la lectura, voy hacerlo desde mi experiencia personal. Mi experiencia como lector. Tuve la fortuna de crecer en un hogar con muchos libros y muchas gallinas. Había tantas gallinas en casa como libros en los estantes. Mi padre era entonces un lector desaforado. Leía desde libros de medicina y literatura europea del siglo XIX, hasta la revista Mecánica Popular y tratados de filosofía. No recuerdo que me haya sugerido nunca ningún libro, pero lo veía todas las noches leyendo y tomando apuntes en un cuaderno de escolar.
Tenía doce años cuando tuve conciencia de que las paredes de la casa estaban forradas por estantes de libros. En una de esas bibliotecas, que más tarde fue mía, leí la revista Selecciones del Reader´s Digest (tal vez lo primero que leí en la vida) y allí me encontré con una crónica de Hemingway, en África. Hablaba de leones, rifles, safaris: de lo que se conoce como el arte de la caza. Y me entusiasmé con el vigor de su prosa. Con su economía verbal. Pero sería injusto si no reconociera que lo que más me llamó la atención fueron los dibujos: unos leones largos y feroces, pintados con tinta china. Leí la crónica por los dibujos que la ilustraban, es decir, que un arte me llevó al otro sin darme cuenta.
Muchos años después, cuando estaba en la universidad, leí todos los libros de Hemingway y ya no me entusiasmó como la primera vez. Y no sólo porque sus libros no traían dibujos, sino porque, como dije al principio, pasan los años y el gusto cambia. Ahora prefiero la saga épica de Faulkner. Pero volviendo al tema: luego de la revista Selecciones, leí la revista Life, en español, y algunos libros: La cabaña del Tío Tom, Raices, de Alex Haley, el Libro de Job, algunos pasajes de las Mil y una noches y los versos de Quevedo:
“¡Ay Floralba! Soñé que te gozaba”, y cosas por el estilo.
En la revista Life leí los discursos de Martin Luther King, las proclamas de Malcolm X y algunas entrevistas con escritores latinoamericanos, como aquella histórica que Rita Guibert le hizo a Julio Cortázar, en París.
Y sí, mucha poesía, porque mis tíos eran poetas. Y la Biblia, porque había que leérsela a mi madre en voz alta. Pero sobre todo, leí con mucho fervor el Cantar de los cantares, que para mí sigue siendo uno de los libros más bellos de la Historia Universal de la Literatura. Recuerdo que antes de dormir yo no recitaba el padre nuestro, como era costumbre en casa, sino el capítulo siete del Cantar:
“Tu ombligo es como una taza redonda que no le falta bebida”
Y así, poco a poco, me fui volviendo lector, como mi padre, y poeta, como mis tíos, pero fue solo a los 14 años cuando experimenté el milagro evangélico de la revelación. Eran las nueve y media de la mañana de un domingo lluvioso. Mi padre me había pedido que limpiara la biblioteca: eso significaba bajar todos los libros de los estantes, echarle un barniz a la madera para protegerla del comején y clasificar los libros por temas. En esas andaba cuando ví en la contraportada de un libro delgado, la fotografía de un hombre con el cabello desordenado, dientes amarillos y nariz larga como aleta de tiburón: nunca había visto a un hombre tan feo. Entonces leí el nombre y el título del libro. Era Gabriel García Márquez en la contraportada de El coronel no tiene quien le escriba. Leí el libro de un tirón, en dos horas, y todavía hoy no recuerdo que me haya sucedido algo en mi vida que se compare a esa emoción volcánica de mi primera adolescencia.
Lo que había leído hasta entonces me permitía tener una visión errónea de la literatura. Creí que los libros contaban historias imposibles. Asuntos que nada tienen que ver con el drama del hombre contemporáneo. Cuando leí El coronel, no sólo me di cuenta que también la miseria de la vida cotidiana se podía narrar, sino que se podía narrar con un lenguaje comprimido, libre de cualquier malabarismo verbal y sujeto a una poética de la sobriedad. Luego llegué a una conclusión mayor que determinó mi vida de forma inmediata: García Márquez había borrado para siempre la frontera entre la literatura y la vida.
Desde entonces no quise hacer nada distinto a leer. Terminé el bachillerato como pude y luego ingresé al Departamento de Literatura de la Universidad Javeriana. He llevado una vida entregada a la literatura y han sido muchos los libros que me han conmovido: Foe, de Coetzze, La condición humana, de Malraux, Crimen y castigo, los novelistas latinoamericanos del boom, los Cuatro cuartetos, de Eliot, las Crónicas de Indias, el Popol Vuh, El Chilam Balam de Chumayel, la poesía Inca, Rayuela, de Cortázar, Trilogía de Nueva York, de Paul Auster, Melville, Huxley, Sthendal, Flaubert, los poetas del modernismo, con Darío a la cabeza, Montherlant y los norteamericanos del siglo XX: Capote, Wolfe, Dreisser, Dos Passos, en fin. Y también ensayistas, como Alfonso Reyes y Gutiérrez Girardot, pero nada ha llegado tanto a mi vida ni ha definido tanto mi comportamiento frente a la época en la que me ha tocado vivir, como las novelas de García Márquez. Allí encontré un compromiso ético con la escritura y el mundo. Y descubrí que la felicidad es hacer sólo lo que a uno le gusta.
Hoy, cuando han pasado tantos años, me llama profundamente la atención que un librito delgado, encontrado por casualidad en la biblioteca de mi padre, donde además había como quinientos libros más, fuera a determinar el curso de mi vida. Por eso, el único consejo que una persona puede darle a otra sobre la lectura es que no acepte nunca ningún consejo.
Renson Said
La lectura es un acto íntimo. Y así como nadie lee dos veces el mismo libro, es imposible hacer una historia general de la lectura. Porque cada hombre es un universo autónomo, con características propias y con su particular visión de mundo. Leemos, pues, de distintas maneras y por diferentes motivos. Vemos incluso en el mismo libro cosas que no advertimos en lecturas pasadas. Y lo que ayer nos parecía una novela magistral hoy puede ser un esperpento. Porque también la edad tiene mucho que ver con las lecturas. A medida que pasan los años, el gusto se va refinando, y el lector elige los libros afines a su espíritu sensible.
Por eso, para hablar de la lectura, voy hacerlo desde mi experiencia personal. Mi experiencia como lector. Tuve la fortuna de crecer en un hogar con muchos libros y muchas gallinas. Había tantas gallinas en casa como libros en los estantes. Mi padre era entonces un lector desaforado. Leía desde libros de medicina y literatura europea del siglo XIX, hasta la revista Mecánica Popular y tratados de filosofía. No recuerdo que me haya sugerido nunca ningún libro, pero lo veía todas las noches leyendo y tomando apuntes en un cuaderno de escolar.
Tenía doce años cuando tuve conciencia de que las paredes de la casa estaban forradas por estantes de libros. En una de esas bibliotecas, que más tarde fue mía, leí la revista Selecciones del Reader´s Digest (tal vez lo primero que leí en la vida) y allí me encontré con una crónica de Hemingway, en África. Hablaba de leones, rifles, safaris: de lo que se conoce como el arte de la caza. Y me entusiasmé con el vigor de su prosa. Con su economía verbal. Pero sería injusto si no reconociera que lo que más me llamó la atención fueron los dibujos: unos leones largos y feroces, pintados con tinta china. Leí la crónica por los dibujos que la ilustraban, es decir, que un arte me llevó al otro sin darme cuenta.
Muchos años después, cuando estaba en la universidad, leí todos los libros de Hemingway y ya no me entusiasmó como la primera vez. Y no sólo porque sus libros no traían dibujos, sino porque, como dije al principio, pasan los años y el gusto cambia. Ahora prefiero la saga épica de Faulkner. Pero volviendo al tema: luego de la revista Selecciones, leí la revista Life, en español, y algunos libros: La cabaña del Tío Tom, Raices, de Alex Haley, el Libro de Job, algunos pasajes de las Mil y una noches y los versos de Quevedo:
“¡Ay Floralba! Soñé que te gozaba”, y cosas por el estilo.
En la revista Life leí los discursos de Martin Luther King, las proclamas de Malcolm X y algunas entrevistas con escritores latinoamericanos, como aquella histórica que Rita Guibert le hizo a Julio Cortázar, en París.
Y sí, mucha poesía, porque mis tíos eran poetas. Y la Biblia, porque había que leérsela a mi madre en voz alta. Pero sobre todo, leí con mucho fervor el Cantar de los cantares, que para mí sigue siendo uno de los libros más bellos de la Historia Universal de la Literatura. Recuerdo que antes de dormir yo no recitaba el padre nuestro, como era costumbre en casa, sino el capítulo siete del Cantar:
“Tu ombligo es como una taza redonda que no le falta bebida”
Y así, poco a poco, me fui volviendo lector, como mi padre, y poeta, como mis tíos, pero fue solo a los 14 años cuando experimenté el milagro evangélico de la revelación. Eran las nueve y media de la mañana de un domingo lluvioso. Mi padre me había pedido que limpiara la biblioteca: eso significaba bajar todos los libros de los estantes, echarle un barniz a la madera para protegerla del comején y clasificar los libros por temas. En esas andaba cuando ví en la contraportada de un libro delgado, la fotografía de un hombre con el cabello desordenado, dientes amarillos y nariz larga como aleta de tiburón: nunca había visto a un hombre tan feo. Entonces leí el nombre y el título del libro. Era Gabriel García Márquez en la contraportada de El coronel no tiene quien le escriba. Leí el libro de un tirón, en dos horas, y todavía hoy no recuerdo que me haya sucedido algo en mi vida que se compare a esa emoción volcánica de mi primera adolescencia.
Lo que había leído hasta entonces me permitía tener una visión errónea de la literatura. Creí que los libros contaban historias imposibles. Asuntos que nada tienen que ver con el drama del hombre contemporáneo. Cuando leí El coronel, no sólo me di cuenta que también la miseria de la vida cotidiana se podía narrar, sino que se podía narrar con un lenguaje comprimido, libre de cualquier malabarismo verbal y sujeto a una poética de la sobriedad. Luego llegué a una conclusión mayor que determinó mi vida de forma inmediata: García Márquez había borrado para siempre la frontera entre la literatura y la vida.
Desde entonces no quise hacer nada distinto a leer. Terminé el bachillerato como pude y luego ingresé al Departamento de Literatura de la Universidad Javeriana. He llevado una vida entregada a la literatura y han sido muchos los libros que me han conmovido: Foe, de Coetzze, La condición humana, de Malraux, Crimen y castigo, los novelistas latinoamericanos del boom, los Cuatro cuartetos, de Eliot, las Crónicas de Indias, el Popol Vuh, El Chilam Balam de Chumayel, la poesía Inca, Rayuela, de Cortázar, Trilogía de Nueva York, de Paul Auster, Melville, Huxley, Sthendal, Flaubert, los poetas del modernismo, con Darío a la cabeza, Montherlant y los norteamericanos del siglo XX: Capote, Wolfe, Dreisser, Dos Passos, en fin. Y también ensayistas, como Alfonso Reyes y Gutiérrez Girardot, pero nada ha llegado tanto a mi vida ni ha definido tanto mi comportamiento frente a la época en la que me ha tocado vivir, como las novelas de García Márquez. Allí encontré un compromiso ético con la escritura y el mundo. Y descubrí que la felicidad es hacer sólo lo que a uno le gusta.
Hoy, cuando han pasado tantos años, me llama profundamente la atención que un librito delgado, encontrado por casualidad en la biblioteca de mi padre, donde además había como quinientos libros más, fuera a determinar el curso de mi vida. Por eso, el único consejo que una persona puede darle a otra sobre la lectura es que no acepte nunca ningún consejo.
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