John Jairo Junieles
Ante la aparición de las memorias de García Márquez, aquí presentamos episodios ignorados de su vida, a partir de la lectura de Cómo aprendió a escribir García Márquez, investigación del periodista y escritor Jorge García Usta.
Muchos años después, frente a un rey sueco y un pelotón de reporteros, Gabriel García Márquez habría de recordar, muy dentro de sí, aquellas noches remotas cuando dormía sobre papel periódico, en los oscuros talleres de un diario de provincia.
Casi podemos ver a los tres amigos en alguna de aquellas noches, cantando vallenatos, y hablando a gritos de Sófocles en las fondas de comida y ron de la Bahía de Cartagena, frente a los barcos amarrados del muelle, tristes y quietos como ballenas encalladas. Hablan del coraje, de los cojones de Antígona al sepultar a Polínice en contra de las órdenes imperiales. Casi podemos escuchar la voz de alguno de los tres: "¡Esa Antígona era una macha!, lo que soy yo, le dejo ese muerto a los gallinazos".
El tiempo es finales de los cuarenta. Los personajes son Gabriel García Márquez, Héctor Rojas Herazo, y Gustavo Ibarra Merlano. Hace algunas horas los dos primeros salieron del diario, se encontraron con Ibarra, y juntos se han venido al muelle a lavarse el ánimo después de un día buscando datos, redactando cuartillas, haciendo reescrituras y correcciones.
Entre cervezas, viandas y pescados fritos, los tres amigos forman una especie de isla lenta en el mar de comensales de los kioscos: pescadores, jubilados, vendedores de lotería, empleados y buscavidas. Ibarra, una vez más, ha desatado su erudición sin pretensiones, no ha cesado en toda la noche de hablar de tragedias griegas, de virtudes teologales y los símbolos de la cábala mística. El futuro Nobel escucha impasible, parece que llevara apuntes mentales de los secretos que le revela este sencillo abogado de provincia. Mientras, Rojas Herazo asiente, interviene por momentos recordando ingeniosas greguerias de Gómez de la Serna , y recita párrafos enteros de Walt Whitman y Lee Masters, mientras bocetea la figura de un gaitero en una servilleta.
La lectura del libro Cómo aprendió a escribir García Márquez, del escritor y periodista colombiano Jorge García Usta (**), resulta para muchos de sus lectores una experiencia de revisión histórico literaria supremamente interesante, mucho más cuando desmonta, del todo, las creencias populares sobre el proceso cultural de aprendizaje de un escritor. Muchos mitificamos el grupo de Barranquilla, sazonado de anécdotas por doquier, y siempre nos preguntábamos cómo hizo Gabo para aprender a escribir en un bar barranquillero a donde fue contadas veces, ¿luego los artistas sí se hacen en los bares como dice el mito popular? Era, efectivamente, una percepción falsa de la realidad, que, sin duda, a muchos les hizo daño intelectual y epático, pues creían que la artesanía de Gabo salía de las botellas de ron que tomó en Barranquilla donde, sin duda, vivió importantes experiencias reflexivas. Pero no, antes había pasado algo.
El García Márquez que ha llegado a Cartagena, desde Bogotá, es un muchacho flaco y pálido, con una sombra de pelusas por bigote, y camisas por fuera colores arlequín. Su familia vive en Sucre, en condiciones económicas estrictas. Su pensión de estudiante en Bogotá había sido quemada en la borrasca del 9 de abril de 1948, tras la muerte del líder político Jorge Eliécer Gaitán; las pertenencias del muchacho, y algunos de sus cuentos fueron parte de la hoguera. En la capital había empezado a estudiar Derecho en la Universidad Nacional , para la misma época el diario El Espectador publicó varios cuentos suyos que le dieron una temprana notoriedad. Pero hay otra historia desconocida.
Edilberto Kerguelen, contemporáneo de entonces, recuerda en el libro de García Usta sus experiencias:
Yo vivía en Cartagena de Indias, en el hotel Suiza, como estudiante de bachillerato, en el corazón del "corralito de piedra" —como llaman al sector amurallado de la ciudad—; el portero anunció la llegada de dos pasajeros, poco antes del mediodía, los cuales se alojaron en el pabellón de turistas, en una pieza para dos. Uno de ellos, de apellido Palencia, incluía en su equipaje una guitarra y tenía más cara de parrandero que de estudiante; el otro, indudablemente, tenía menos edad, menos estatura, menos equipaje y presumiblemente, superaba a su compañero, y fugaz protector, en el tamaño de su cabeza heptagonal.
Este "cabeza grande", de bigotes ralitos, divulgó su nombre entre los estudiantes provincianos que ocupábamos el pabellón colectivo del tercer piso —40 camillas en rigurosa fila de a dos como reclutas en un batallón—: "Mi nombre es Gabriel García Márquez y pensamos, mi compañero y yo, matricularnos en la Facultad de Derecho aquí en la Universidad de Cartagena".
Palencia, poco después, resolvió retirarse de la universidad, y tomó rumbo desconocido para mí. Pagó el mes de mayo todo, de ambos. En junio trepan a García Márquez al pabellón colectivo de nosotros, mesadas $ 30 pesos, incluye comida, dormida y lavado de ropa. Yo nunca vi al insignificante cabeza grande sin un libro en la mano leyéndolo, recostado a la escalera que se utilizaba para subir al belbedere o en las columnas del viejo caserón colonial. Leía en ayunas, como para nutrir el espíritu, y hasta en la puerta del baño. ¿Qué lees? ¿Quién es el autor de ese libro? le pregunté alguna vez. Me dijo: "Aventuras. Yo me leo hasta tres en el día, son divertidas... el cine también me encanta... estoy casi para trabajar con El Universal, le han dado espacio a mis artículos". También recuerdo que nos contaba situaciones horripilantes y tenebrosas, en su calidad de sobreviviente del pavoroso Bogotazo del 9 de abril.
La familia de García Márquez dejó su primera casa en la ciudad, que según palabras de doña Luisa era "de madera calmada", y se trasladó a otro barrio, al Pié de la Popa , donde vivió durante 10 años: "Fue duro salir de aquella casa del tren de las cinco y de los rostros anónimos, y más duro cuando cualquier día que quise volver ya no encontré ni el tren ni los pasajeros, ni siquiera la maleza marcada por los rieles oxidados, ya no existían, y en ese lugar se levantaba una extensa avenida que se prolongaba hacia el centro de la ciudad y a la cual bautizaron Pedro de Heredia." Así lo ilustra en su libro García Usta.
García Márquez se vincula al diario El Universal en mayo de 1948, al parecer introducido por el escritor Manuel Zapata Olivella, donde es acogido con singular simpatía por el jefe de redacción Clemente Manuel Zabala, quien conocía los cuentos que le habían publicado al joven en El Espectador, de Bogotá. Dice el Nobel: "... Llegué donde Clemente Manuel Zabala, y le dije: 'Yo soy fulano de tal y he escrito estos cuentos en El Espectador'. Y da la casualidad que él los había leído y de una vez me sentó y me puso a escribir notas periodísticas". Recuerda García Márquez: "Me fui para Cartagena a trabajar en el periódico El Universal. Yo llegaba, escribía mi nota, cerraban el periódico a la una de la tarde y nos íbamos otra vez a hablar mierda, y a recitar poesía con Héctor Rojas Herazo, Donaldo Bossa y Gustavo Ibarra Merlano".
García Usta registra: "La vida de García Márquez en Cartagena es la de un periodista joven, pobre, talentoso y marginal, en una ciudad todavía dominada por la soberbia virreinal a pesar de la riqueza mestiza de su población. Una ciudad pequeña, en donde el origen de los apellidos tiene un peso decisivo en las relaciones sociales, la posibilidad de riqueza y los manejos del poder. La madre Luisa Santiaga, la describe así: 'Era una ciudad pequeña, tan pequeña, que todos nos conocíamos de vicio, y nos saludábamos con nombres propios los domingos en el atrio de la iglesia'".
El alojo que le ofrece Zabala en El Universal resulta providencial para poder tener de qué vivir. El muchacho había vivido en pensiones, y en algunas ocasiones durmió sobre las tiras de papel del diario El Universal, así como en casas de ciertas familias que le ofrecieron su apoyo en los momentos más difíciles de ese período juvenil.
La vida de García Márquez en Cartagena transcurre entre el diario, la Facultad de Derecho y el grupo de sus amigos. Según testimonios del abogado Rafael Betancur: "Gabito trabajaba hasta las tres de la madrugada, hora en que se cerraba la edición del diario. Allí se quedaba a dormir sobre los grandes rollos de papel esperando la mañana, pues teníamos clases todos los días a las siete. Él se presentaba a clases y nos decía que él sólo podía bañarse más tarde, pues nunca le daba tiempo para hacerlo en la mañana. Luego desaparecía y no regresaba más. Entre las últimas horas de clases estaban el Derecho Romano, a las cuales faltó con mucha frecuencia. Regentaba la clase el doctor Francisco P. Manotas, por lo temible que era preguntando lo llamábamos El Culebro.
"Con Gabito ocurrieron dos hechos en este curso. El primero fue cuando en una de las pocas clases que asistió, el profesor le preguntó sobre un tema (expuesto precisamente en la clase pasada). Gabito, que no fue a esa clase, miró hacia arriba y a un lado y se quedó pensativo, como escudriñando sus conocimientos para responder. Luego, mira al profesor y le dice: '¿Y usted qué opina de eso?'. La risa fue incontenible para nosotros y el Dr. Manotas, que era muy severo, que nunca reía, alegró su rostro con una sonrisa."
Betancur Castillo añade: "Pero vino el examen final. Ocho días antes, le presté a Gabito mi texto de Derecho Romano, que muy pocos alumnos teníamos por edición agotada. Le dije a Gabito que le se lo prestaba por cuatro días, pues necesitaba repasarlo. Así ocurrió. Se perdió cuatro días y luego me llevó el libro.
"El día del examen final todos estábamos pendientes de Gabito por el incidente con El Culebro. Le estaba cazando y la posible víctima se preparó. Manotas metió las manos en el saquito lleno de fichas numeradas, que usaba para escoger al azar las tesis que tocaba exponer. Sacó la ficha, y Gabito arrancó con la explicación, el profesor no le interrumpió, y sólo se silenció cuando se agotó el tema, que prácticamente recitó. ¡Qué memoria!, dijimos todos.
"El profesor le tocó el timbre y le dijo: 'Tiene dos'. Él —Gabito— enmudeció y no le reclamó absolutamente nada. Todos sus compañeros reclamamos al profesor y recuerdo que le dijimos: 'García ha hecho un examen para cuatro y medio o cinco'. A lo que el profesor dio una respuesta tajante: 'Nunca lo vi en clases'."
"Yo no nací para esta vaina", era el comentario que, según Betancurt, hacía García Márquez, después del incidente del examen, a sus compañeros de estudios.
Muchos lectores, a través de los años, hemos seguido la vida del Nobel por entrevistas y columnas; y encontramos una habitual parquedad sobre el grupo de Cartagena, a pesar de que en pocos momentos él mismo García Márquez ha reconocido su importancia: "Hombre, el maestro Zabala tenía un lápiz rojo, gracias al cual las notas que yo empezaba a escribir se volvían buenas y poco a poco fui yo aprendiendo que nunca debía cometer los errores que el maestro Zabala me señalara". Por su parte Jacques Gilard, investigador francés, comenta: "García Márquez llega hasta afirmar que Zabala debe haber sido más importante para él que el mismo sabio Catalán, Ramón Vinyes, a quien conoció muy brevemente en Barranquilla." Pero Gilard, "comprometido" en una investigación "seria", incluso después de esa revelación de su investigado, no se le dio por indagar qué paso en Cartagena.
Jorge García Usta, quien ocupó más de quince años en la investigación de este período, dice: "Desde la primera nota hasta varias más Zabala le hizo correcciones. García Márquez ha descrito su primera hoja en el diario: 'Estaba absolutamente llena de enmendaduras por todos lados, hechas por el lápiz de Zabala, continuaron por un buen tiempo. Todas con el lápiz rojo'. La mano vigilante de Zabala se introduce desde la primera nota escrita por García Márquez, a la que prácticamente, según el propio Gabo, rehizo en su totalidad, pues fue tachando aquí y allá, colocando frases sobre los renglones originales y al final la hoja parecía un campo cicatrizado por el arrojo de granadas.
El encuentro entre García y Zabala fue providencial para la formación del estilo del fundador de Macondo. La afirmación de García Márquez de que sus notas eran corregidas por Zabala, y en buena parte reescritas por él, no es un gracejo de distracción sino apenas un indicativo de justicia histórica: Arranques y remates sorpresivos e impactantes, frases ingeniosas, las construcciones dinámicas, la adjetivación precisa y armoniosa, la actitud sorprendida, las alusiones literarias. El joven de camisas escandalosas que escribía cuentos kafkianos, ha cambiado para siempre su hermética manera de escribir.
En otros apartes de la investigación de García Usta se revelan aspectos desconocidos de la personalidad del profesor de escritura de Gabo: "Sólo la firmeza personal y la independencia intelectual de Zabala podía abrir las puertas a un escritor de 21 años, provinciano y pobre, en tales términos, ante un ambiente cultural ocupado en su mayoría por intelectuales académicos adocenados. Zabala —compañero de Jorge Eliécer Gaitán en las travesías investigativas por la masacre de las bananeras— era un humanista auténtico, traducía del griego antiguo, hablaba con fluidez el francés y entendía el ruso. Zabala escribe sobre todo: Literatura, música, política, economía, modas, costumbres, filosofía. Zabala cultiva por excelencia el comentario, e induce a García Márquez en la pasión por los cables de noticias como materia diaria de trabajo; es así como ese joven se vuelve columnista y no cesa de revisar cables internacionales en busca de noticias inusuales, insólitas y extrañas que propicien notas de extrañamiento y especulación. En el diario el escritor también pasará por todos los oficios posibles, mientras Zabala anima y defiende la presencia de los jóvenes en el periódico".
Si se ve una foto de Zabala, de traje entero, caminando por las estrechas calles, da la impresión de esos viejos actores ya sin papeles estelares. Sin embargo la realidad es otra, día a día, durante más de dos años, corrige y aconseja de manera directa —incluso indirectamente con su ejemplo y actitud— a un muchacho que cuarenta años después hará una breve alusión de su convivencia con él en el prólogo de El amor y otros demonios.
Para entonces el joven escritor de los cuentos bogotanos fue cambiado el lenguaje fantástico y metafísico de sus primeros cuentos, gracias a la fértil convivencia con sus amigos cartageneros, con quienes leía y discutía sobre Faulkner y Virginia Woolf, entre muchos otros, determinantes en el descubrimiento de la voz personal del aprendiz. Ramiro de la Espriella , otro amigo entonces dice: "Leíamos Orlando y Al Faro de Virginia Woolf, y de pronto García Márquez se detenía en un párrafo para exclamar: "Esta mujer es mucha vieja macha", y me releía en voz alta, lo mismo pasaba con Dos Passos y Faulkner." En julio de 1949, también muchos estudiantes de Derecho de la Universidad de Cartagena se ensayarían como oradores reales en el reinado estudiantil que solía realizarse, García Márquez pronunció el discurso de coronación.
Para esa ya ha escrito su primera novela, a la que luego hará correciones, ajustes, pero el magma siguió siendo el mismo. "En 1950, cuando yo estaba en Barranquilla (para ser francos, fue en Cartagena, pero a los cartageneros no los cito porque son cachacos) escribí La Hojarasca en el reverso de unos boletines de aduana aburridísimos", dice Gabo. Por su parte Ibarra Merlano, comenta que un día García Márquez se apareció por su casa del Pie del Cerro, en esa ocasión, le mostró un fajo de papeles, los orginales de La Hojarasca. Ibarra , que tenía muy honda familiaridad con la literatura griega, leyó la novela con un entusiasmo que creció al final de la lectura cuando advirtió el parentesco de sus elementos con los de la obra de Sófocles. La sorpresa, era aún mayor, pues García Márquez no había leído por entonces a Sófocles. La sorpresa de García fue también enorme, "Entonces —señala Ibarra— fue cuando para prevenir suspicacias decidió escribir el epígrafe de Sófocles en La Hojarasca.
Uno de los hechos que muestra la expresión humorística del grupo de Cartagena es la invención de un poeta imaginario: César Guerra Valdez. Todos, desde Zabala hasta Ibarra Merlano, pasando por García Márquez y Rojas Herazo, participan en la travesura periodística que buscaba sacudir el tedio parroquial de la ciudad. Le hacen entrevistas al escritor imaginario, y escriben poemas para él, aplican la treta técnica de otorgarle datos cronológicos en forma estricta para reforzar la imagen de veracidad.
Jorge García Usta resalta en su libro la importancia de esta convivencia: "Esos cuatro amigos de fines de los cuarenta estaban cuajando un nuevo salto. García Márquez se aparecía por la casa de Ibarra: 'Bueno, estudiemos hoy a Gabriel Marcel, a Huxley'. En otras ocasiones eran Melville y los otros novelistas norteamericanos del siglo pasado o Sartre y la tropa existencialista. El ya conocía a Faulkner y a Virginia Woolf. Andaba con todos esos libros anotados, subrayados, pues los sometía a un minucioso proceso de desmonte. Se le veía estudiando el punto de vista, el monólogo, todas las grandezas y minucias de la pura técnica novelística... Dice Ibarra: "Lo que pasaba con estos dos —Rojas Herazo y García Márquez— es que ellos iban a los libros para corroborar lo que ellos sabían o intuían. No eran sujetos librescos. Les interesaba vivir, vivir en profundidad. Averiguar el mundo esencial, no sus formas diletantescas y erúditas...".
García Márquez, Héctor Rojas Herazo, e Ibarra Merlano, cuando se encuentran en Cartagena, en El Universal, son artistas desprotegidos, marginales, poseedores de una cultura viva, diversa y universal. Juntos frecuentan a menudo el amanecer en medio de la charla espaciada y la cerveza peripatética de Zabala. Los lugares de amanecida son varios, entre ellos el Muelle de los Pegasos, tal como lo recuerda García Márquez "con sus veleros de mala muerte, que iban resucitando a medida que aumentaba la madrugada. Nunca podré olvidar en el resto de mi vida aquellos amaneceres irreales de mi juventud, siempre recordaré el loro que adivinaba el porvenir en la casa de camas alquiladas de Matilde Arenales, de las jaibas que se salían caminando de los platos de sopa que servían en las fondas marinas del mercado, del viento de tiburones, los tambores remotos, la luz amarga de los primeros días de abril...". El otrora muchacho, años después dirá también en una nota de 1981:
"... Para mí el rincón más nostálgico de Cartagena de Indias es el Muelle de la Bahía de las Ánimas, donde estuvo hasta hace poco el fragoroso mercado central. Durante el día, aquélla era una fiesta de gritos y colores, una parranda multitudinaria como recuerdo pocas en el ámbito del Caribe. De noche era el mejor comedero de borrachos y periodistas. Allí estaban, frente a las mesas de comida al aire libre, las goletas que zarpaban al amanecer cargadas de marimondas y guineo verde, cargadas de remesas de putas biches para los hoteles de vidrio de Curazao, para Guantánamo, para Santiago de los Caballeros, que ni siquiera tenía mar para llegar, para las islas más bellas y más tristes del mundo. Uno se sentaba a conversar bajo las estrellas de la madrugada, mientras los cocineros maricas, que eran deslenguados y simpáticos y tenían siempre un clavel en la oreja, preparaban con una mano maestra el plato de resistencia de la cocina local: filete de carne con grandes anillos de cebolla y tajadas fritas de plátano verde. Con lo que allí escuchábamos mientras comíamos, hacíamos el periódico del día siguiente."
Esa fue "La cueva" que conoció García Márquez en los años de formación literaria, cuando buscaba ambientes bohemios que le permitieran la expresión de su espíritu abierto y propicio al relato. Allí se bebía y comía sobre mesones al aire libre, en compañía de pescadores, prostitutas, vagos y algunos empleados e intelectuales. Era el reino de Juan de las Nieves, esa especie de Catarino negro, un cocinero de fábula, que, como lo recordaría García Márquez, "hacía los mejores patacones del mundo". Mientras, el maestro Zabala pedía su primera cerveza, mirando en silencio a su alrededor.
Periodista de su época, Clemente Manuel Zabala no renunció tampoco al ejercicio de una bohemia nocturna que había practicado en Bogotá y Barranquilla, y continuó ejerciendo cuando llegó a Cartagena. Así, pues, alegre y bebedor peripatético de tiendas, Zabala acostumbraba a cerrar el periódico todas las noches antes de irse a beber en "La cueva" en el mercado público.
Ibarra Merlano recordará a Gabo en Cartagena, caminando por el muelle, sin un peso en el bolsillo, con su bigote ralo, su cabeza angulosa, y sus camisas color del trueno, "como un rey, como si el mundo, todo el mundo, le perteneciera". Años más tarde, Rojas Herazo, desconcertado por alguna actitud del viejo amigo de vida y aprendizaje, sin embargo, también recordará a García Márquez, con una voz invicta ante el olvido: "Era de una dignidad tremenda, jamás le pidió nada a nadie".
Los tres amigos deambulaban por las calles y los parques, en uno de ellos, en el parque de El Cabrero les ocurrirá un episodio sumamente extraño a los tres, algo como una epifanía. Estaban sentados en una banca, cuando de pronto, atraídos por una irresistible sensación, se voltearon a mirar en silencio hacia la puerta del patio de una casa enorme y de apariencia abandonada. Y un flujo de brisa sonora, un instante de incomprensible evasión sensorial, los ató y desató, y los devolvió exhaustos al mundo real. "Siempre me pareció que aquello fue un llamado. Y fue lo que dije", decía Ibarra Merlano.
El Gabo que abandona Cartagena para irse a Barranquilla y luego a Bogotá, no es ya el joven preso en la vorágine kafkiana de Ojos de perro azul, ni en el jardín piedracelista, un movimiento poético en boga para entonces. El Gabo que deja Cartagena es un escritor poseedor de una voz fundante, ya no insinuada en tonos menores; es una voz con todos sus matices, que encontró en Clemente Manuel Zabala, y en sus amigos, soluciones fundamentales para poder usarla en tono mayor.
Una cosa indiscutible son los logros personales de un escritor, otra muy distinta es la justa valoración histórica y conocimiento real de un fenómeno cultural, como el proceso formativo de un escritor. Eso es lo que encontramos en este libro de García Usta. Por años hemos hablado merecidamente del grupo de Barranquilla, pero a costa del silencio galáctico sobre una generación, la de Cartagena. ¿Fue el grupo de Barranquilla –contrario al de Cartagena— la invención y sobrevaloración de un falso mito?, al conocer las tesis expuestas en el libro de García Usta, a nosotros los lectores nos queda una duda incómoda, el roce de una puntilla mal sembrada en la suela de los zapatos.
Para la historia, la vida no es sólo lo que recordamos de ella, esa postura favorece a los vencedores, nos lleva a ser injustos con el tiempo que nos tocó vivir. Es como si en la cabeza de uno las barajas del tiempo confundieran sus cartas, a nuestro acomodo. ¿Discusión bizantina?, no es el sexo de los ángeles, no es la mortalidad o inmortalidad del cangrejo, el huevo o la gallina; es un ejercicio investigativo históricamente necesario para entender a cabalidad las circunstancias de un corpus literario, de un mundo.
Leyendo esta investigación de García Usta, uno comprende que Gabo tuvo las clases en Cartagena, y el recreo en Barranquilla; y todos recordamos con más agrado los patios que los salones. El de Barranquilla, con el escritor Alvaro Cepeda, el pintor Alejandro Obregón, Ramón Vinyes, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas, entre otros; fue un grupo importante en el desarrollo del escritor, además, cada quien tiene derecho a sus afinidades electivas, el alma tiene necesidades y gustos legítimos; pero la búsqueda de justicia en la historia es otra cosa, y en derecho, justicia es dar a cada quien lo que le corresponde. Con el grupo de Cartagena, pasa lo del refrán: "Cuando el peligro ha pasado, el santo es olvidado."
Jorge García Usta, remata la investigación de este período cartagenero diciendo: "Zabala morirá solo en la habitación de un hotel del centro de Cartagena, víctima de una afección cardíaca. Algunos amigos, entre ellos Rojas Herazo, velaron el cuerpo; otros pronunciaron discursos en el cementerio y escribieron notas elogiosas en los diarios.
Pocos meses antes de morir, al leer un comentario de prensa que hablaba con admiración de Gabriel García Márquez y Rojas Herazo, Zabala con los ojos brillantes, la mesura y el tono enfático y un poco enredado de siempre, le dijo al periodista Felipe Santiago Colorado:
"¿Te has dado cuenta, andino? Yo tenía razón."
John Jairo Junieles es abogado, escritor y periodista. Autor de Temeré por mí al final de estas líneas, prosa poética; Papeles para iniciar el fuego, poesía; Con la luz que me queda basta, cuentos, y Hombres solos en la cola del cine, novela. Ha sido redactor de El Universal de Cratagena, y de otros medios. Ha obtenido los premios nacionales de cuento de la Universidad Metropolitana de Barranquilla, y Externado de Bogotá, donde vive. Esta es su primera colaboracion para Sala de Prensa.
Jorge García Usta es escritor y periodista colombiano, autor de Noticias de un animal antiguo, poesía, y Diez juglares en su patio, reportajes sobre figuras destacadas del folclor colombiano. Vive en Cartagena de Indias. Ha sido editor de El Universal y de El Periódico, en Cartagena.
Muchos años después, frente a un rey sueco y un pelotón de reporteros, Gabriel García Márquez habría de recordar, muy dentro de sí, aquellas noches remotas cuando dormía sobre papel periódico, en los oscuros talleres de un diario de provincia.
Casi podemos ver a los tres amigos en alguna de aquellas noches, cantando vallenatos, y hablando a gritos de Sófocles en las fondas de comida y ron de la Bahía de Cartagena, frente a los barcos amarrados del muelle, tristes y quietos como ballenas encalladas. Hablan del coraje, de los cojones de Antígona al sepultar a Polínice en contra de las órdenes imperiales. Casi podemos escuchar la voz de alguno de los tres: "¡Esa Antígona era una macha!, lo que soy yo, le dejo ese muerto a los gallinazos".
El tiempo es finales de los cuarenta. Los personajes son Gabriel García Márquez, Héctor Rojas Herazo, y Gustavo Ibarra Merlano. Hace algunas horas los dos primeros salieron del diario, se encontraron con Ibarra, y juntos se han venido al muelle a lavarse el ánimo después de un día buscando datos, redactando cuartillas, haciendo reescrituras y correcciones.
Entre cervezas, viandas y pescados fritos, los tres amigos forman una especie de isla lenta en el mar de comensales de los kioscos: pescadores, jubilados, vendedores de lotería, empleados y buscavidas. Ibarra, una vez más, ha desatado su erudición sin pretensiones, no ha cesado en toda la noche de hablar de tragedias griegas, de virtudes teologales y los símbolos de la cábala mística. El futuro Nobel escucha impasible, parece que llevara apuntes mentales de los secretos que le revela este sencillo abogado de provincia. Mientras, Rojas Herazo asiente, interviene por momentos recordando ingeniosas greguerias de Gómez de la Serna , y recita párrafos enteros de Walt Whitman y Lee Masters, mientras bocetea la figura de un gaitero en una servilleta.
La lectura del libro Cómo aprendió a escribir García Márquez, del escritor y periodista colombiano Jorge García Usta (**), resulta para muchos de sus lectores una experiencia de revisión histórico literaria supremamente interesante, mucho más cuando desmonta, del todo, las creencias populares sobre el proceso cultural de aprendizaje de un escritor. Muchos mitificamos el grupo de Barranquilla, sazonado de anécdotas por doquier, y siempre nos preguntábamos cómo hizo Gabo para aprender a escribir en un bar barranquillero a donde fue contadas veces, ¿luego los artistas sí se hacen en los bares como dice el mito popular? Era, efectivamente, una percepción falsa de la realidad, que, sin duda, a muchos les hizo daño intelectual y epático, pues creían que la artesanía de Gabo salía de las botellas de ron que tomó en Barranquilla donde, sin duda, vivió importantes experiencias reflexivas. Pero no, antes había pasado algo.
El García Márquez que ha llegado a Cartagena, desde Bogotá, es un muchacho flaco y pálido, con una sombra de pelusas por bigote, y camisas por fuera colores arlequín. Su familia vive en Sucre, en condiciones económicas estrictas. Su pensión de estudiante en Bogotá había sido quemada en la borrasca del 9 de abril de 1948, tras la muerte del líder político Jorge Eliécer Gaitán; las pertenencias del muchacho, y algunos de sus cuentos fueron parte de la hoguera. En la capital había empezado a estudiar Derecho en la Universidad Nacional , para la misma época el diario El Espectador publicó varios cuentos suyos que le dieron una temprana notoriedad. Pero hay otra historia desconocida.
Edilberto Kerguelen, contemporáneo de entonces, recuerda en el libro de García Usta sus experiencias:
Yo vivía en Cartagena de Indias, en el hotel Suiza, como estudiante de bachillerato, en el corazón del "corralito de piedra" —como llaman al sector amurallado de la ciudad—; el portero anunció la llegada de dos pasajeros, poco antes del mediodía, los cuales se alojaron en el pabellón de turistas, en una pieza para dos. Uno de ellos, de apellido Palencia, incluía en su equipaje una guitarra y tenía más cara de parrandero que de estudiante; el otro, indudablemente, tenía menos edad, menos estatura, menos equipaje y presumiblemente, superaba a su compañero, y fugaz protector, en el tamaño de su cabeza heptagonal.
Este "cabeza grande", de bigotes ralitos, divulgó su nombre entre los estudiantes provincianos que ocupábamos el pabellón colectivo del tercer piso —40 camillas en rigurosa fila de a dos como reclutas en un batallón—: "Mi nombre es Gabriel García Márquez y pensamos, mi compañero y yo, matricularnos en la Facultad de Derecho aquí en la Universidad de Cartagena".
Palencia, poco después, resolvió retirarse de la universidad, y tomó rumbo desconocido para mí. Pagó el mes de mayo todo, de ambos. En junio trepan a García Márquez al pabellón colectivo de nosotros, mesadas $ 30 pesos, incluye comida, dormida y lavado de ropa. Yo nunca vi al insignificante cabeza grande sin un libro en la mano leyéndolo, recostado a la escalera que se utilizaba para subir al belbedere o en las columnas del viejo caserón colonial. Leía en ayunas, como para nutrir el espíritu, y hasta en la puerta del baño. ¿Qué lees? ¿Quién es el autor de ese libro? le pregunté alguna vez. Me dijo: "Aventuras. Yo me leo hasta tres en el día, son divertidas... el cine también me encanta... estoy casi para trabajar con El Universal, le han dado espacio a mis artículos". También recuerdo que nos contaba situaciones horripilantes y tenebrosas, en su calidad de sobreviviente del pavoroso Bogotazo del 9 de abril.
La familia de García Márquez dejó su primera casa en la ciudad, que según palabras de doña Luisa era "de madera calmada", y se trasladó a otro barrio, al Pié de la Popa , donde vivió durante 10 años: "Fue duro salir de aquella casa del tren de las cinco y de los rostros anónimos, y más duro cuando cualquier día que quise volver ya no encontré ni el tren ni los pasajeros, ni siquiera la maleza marcada por los rieles oxidados, ya no existían, y en ese lugar se levantaba una extensa avenida que se prolongaba hacia el centro de la ciudad y a la cual bautizaron Pedro de Heredia." Así lo ilustra en su libro García Usta.
García Márquez se vincula al diario El Universal en mayo de 1948, al parecer introducido por el escritor Manuel Zapata Olivella, donde es acogido con singular simpatía por el jefe de redacción Clemente Manuel Zabala, quien conocía los cuentos que le habían publicado al joven en El Espectador, de Bogotá. Dice el Nobel: "... Llegué donde Clemente Manuel Zabala, y le dije: 'Yo soy fulano de tal y he escrito estos cuentos en El Espectador'. Y da la casualidad que él los había leído y de una vez me sentó y me puso a escribir notas periodísticas". Recuerda García Márquez: "Me fui para Cartagena a trabajar en el periódico El Universal. Yo llegaba, escribía mi nota, cerraban el periódico a la una de la tarde y nos íbamos otra vez a hablar mierda, y a recitar poesía con Héctor Rojas Herazo, Donaldo Bossa y Gustavo Ibarra Merlano".
García Usta registra: "La vida de García Márquez en Cartagena es la de un periodista joven, pobre, talentoso y marginal, en una ciudad todavía dominada por la soberbia virreinal a pesar de la riqueza mestiza de su población. Una ciudad pequeña, en donde el origen de los apellidos tiene un peso decisivo en las relaciones sociales, la posibilidad de riqueza y los manejos del poder. La madre Luisa Santiaga, la describe así: 'Era una ciudad pequeña, tan pequeña, que todos nos conocíamos de vicio, y nos saludábamos con nombres propios los domingos en el atrio de la iglesia'".
El alojo que le ofrece Zabala en El Universal resulta providencial para poder tener de qué vivir. El muchacho había vivido en pensiones, y en algunas ocasiones durmió sobre las tiras de papel del diario El Universal, así como en casas de ciertas familias que le ofrecieron su apoyo en los momentos más difíciles de ese período juvenil.
La vida de García Márquez en Cartagena transcurre entre el diario, la Facultad de Derecho y el grupo de sus amigos. Según testimonios del abogado Rafael Betancur: "Gabito trabajaba hasta las tres de la madrugada, hora en que se cerraba la edición del diario. Allí se quedaba a dormir sobre los grandes rollos de papel esperando la mañana, pues teníamos clases todos los días a las siete. Él se presentaba a clases y nos decía que él sólo podía bañarse más tarde, pues nunca le daba tiempo para hacerlo en la mañana. Luego desaparecía y no regresaba más. Entre las últimas horas de clases estaban el Derecho Romano, a las cuales faltó con mucha frecuencia. Regentaba la clase el doctor Francisco P. Manotas, por lo temible que era preguntando lo llamábamos El Culebro.
"Con Gabito ocurrieron dos hechos en este curso. El primero fue cuando en una de las pocas clases que asistió, el profesor le preguntó sobre un tema (expuesto precisamente en la clase pasada). Gabito, que no fue a esa clase, miró hacia arriba y a un lado y se quedó pensativo, como escudriñando sus conocimientos para responder. Luego, mira al profesor y le dice: '¿Y usted qué opina de eso?'. La risa fue incontenible para nosotros y el Dr. Manotas, que era muy severo, que nunca reía, alegró su rostro con una sonrisa."
Betancur Castillo añade: "Pero vino el examen final. Ocho días antes, le presté a Gabito mi texto de Derecho Romano, que muy pocos alumnos teníamos por edición agotada. Le dije a Gabito que le se lo prestaba por cuatro días, pues necesitaba repasarlo. Así ocurrió. Se perdió cuatro días y luego me llevó el libro.
"El día del examen final todos estábamos pendientes de Gabito por el incidente con El Culebro. Le estaba cazando y la posible víctima se preparó. Manotas metió las manos en el saquito lleno de fichas numeradas, que usaba para escoger al azar las tesis que tocaba exponer. Sacó la ficha, y Gabito arrancó con la explicación, el profesor no le interrumpió, y sólo se silenció cuando se agotó el tema, que prácticamente recitó. ¡Qué memoria!, dijimos todos.
"El profesor le tocó el timbre y le dijo: 'Tiene dos'. Él —Gabito— enmudeció y no le reclamó absolutamente nada. Todos sus compañeros reclamamos al profesor y recuerdo que le dijimos: 'García ha hecho un examen para cuatro y medio o cinco'. A lo que el profesor dio una respuesta tajante: 'Nunca lo vi en clases'."
"Yo no nací para esta vaina", era el comentario que, según Betancurt, hacía García Márquez, después del incidente del examen, a sus compañeros de estudios.
Muchos lectores, a través de los años, hemos seguido la vida del Nobel por entrevistas y columnas; y encontramos una habitual parquedad sobre el grupo de Cartagena, a pesar de que en pocos momentos él mismo García Márquez ha reconocido su importancia: "Hombre, el maestro Zabala tenía un lápiz rojo, gracias al cual las notas que yo empezaba a escribir se volvían buenas y poco a poco fui yo aprendiendo que nunca debía cometer los errores que el maestro Zabala me señalara". Por su parte Jacques Gilard, investigador francés, comenta: "García Márquez llega hasta afirmar que Zabala debe haber sido más importante para él que el mismo sabio Catalán, Ramón Vinyes, a quien conoció muy brevemente en Barranquilla." Pero Gilard, "comprometido" en una investigación "seria", incluso después de esa revelación de su investigado, no se le dio por indagar qué paso en Cartagena.
Jorge García Usta, quien ocupó más de quince años en la investigación de este período, dice: "Desde la primera nota hasta varias más Zabala le hizo correcciones. García Márquez ha descrito su primera hoja en el diario: 'Estaba absolutamente llena de enmendaduras por todos lados, hechas por el lápiz de Zabala, continuaron por un buen tiempo. Todas con el lápiz rojo'. La mano vigilante de Zabala se introduce desde la primera nota escrita por García Márquez, a la que prácticamente, según el propio Gabo, rehizo en su totalidad, pues fue tachando aquí y allá, colocando frases sobre los renglones originales y al final la hoja parecía un campo cicatrizado por el arrojo de granadas.
El encuentro entre García y Zabala fue providencial para la formación del estilo del fundador de Macondo. La afirmación de García Márquez de que sus notas eran corregidas por Zabala, y en buena parte reescritas por él, no es un gracejo de distracción sino apenas un indicativo de justicia histórica: Arranques y remates sorpresivos e impactantes, frases ingeniosas, las construcciones dinámicas, la adjetivación precisa y armoniosa, la actitud sorprendida, las alusiones literarias. El joven de camisas escandalosas que escribía cuentos kafkianos, ha cambiado para siempre su hermética manera de escribir.
En otros apartes de la investigación de García Usta se revelan aspectos desconocidos de la personalidad del profesor de escritura de Gabo: "Sólo la firmeza personal y la independencia intelectual de Zabala podía abrir las puertas a un escritor de 21 años, provinciano y pobre, en tales términos, ante un ambiente cultural ocupado en su mayoría por intelectuales académicos adocenados. Zabala —compañero de Jorge Eliécer Gaitán en las travesías investigativas por la masacre de las bananeras— era un humanista auténtico, traducía del griego antiguo, hablaba con fluidez el francés y entendía el ruso. Zabala escribe sobre todo: Literatura, música, política, economía, modas, costumbres, filosofía. Zabala cultiva por excelencia el comentario, e induce a García Márquez en la pasión por los cables de noticias como materia diaria de trabajo; es así como ese joven se vuelve columnista y no cesa de revisar cables internacionales en busca de noticias inusuales, insólitas y extrañas que propicien notas de extrañamiento y especulación. En el diario el escritor también pasará por todos los oficios posibles, mientras Zabala anima y defiende la presencia de los jóvenes en el periódico".
Si se ve una foto de Zabala, de traje entero, caminando por las estrechas calles, da la impresión de esos viejos actores ya sin papeles estelares. Sin embargo la realidad es otra, día a día, durante más de dos años, corrige y aconseja de manera directa —incluso indirectamente con su ejemplo y actitud— a un muchacho que cuarenta años después hará una breve alusión de su convivencia con él en el prólogo de El amor y otros demonios.
Para entonces el joven escritor de los cuentos bogotanos fue cambiado el lenguaje fantástico y metafísico de sus primeros cuentos, gracias a la fértil convivencia con sus amigos cartageneros, con quienes leía y discutía sobre Faulkner y Virginia Woolf, entre muchos otros, determinantes en el descubrimiento de la voz personal del aprendiz. Ramiro de la Espriella , otro amigo entonces dice: "Leíamos Orlando y Al Faro de Virginia Woolf, y de pronto García Márquez se detenía en un párrafo para exclamar: "Esta mujer es mucha vieja macha", y me releía en voz alta, lo mismo pasaba con Dos Passos y Faulkner." En julio de 1949, también muchos estudiantes de Derecho de la Universidad de Cartagena se ensayarían como oradores reales en el reinado estudiantil que solía realizarse, García Márquez pronunció el discurso de coronación.
Para esa ya ha escrito su primera novela, a la que luego hará correciones, ajustes, pero el magma siguió siendo el mismo. "En 1950, cuando yo estaba en Barranquilla (para ser francos, fue en Cartagena, pero a los cartageneros no los cito porque son cachacos) escribí La Hojarasca en el reverso de unos boletines de aduana aburridísimos", dice Gabo. Por su parte Ibarra Merlano, comenta que un día García Márquez se apareció por su casa del Pie del Cerro, en esa ocasión, le mostró un fajo de papeles, los orginales de La Hojarasca. Ibarra , que tenía muy honda familiaridad con la literatura griega, leyó la novela con un entusiasmo que creció al final de la lectura cuando advirtió el parentesco de sus elementos con los de la obra de Sófocles. La sorpresa, era aún mayor, pues García Márquez no había leído por entonces a Sófocles. La sorpresa de García fue también enorme, "Entonces —señala Ibarra— fue cuando para prevenir suspicacias decidió escribir el epígrafe de Sófocles en La Hojarasca.
Uno de los hechos que muestra la expresión humorística del grupo de Cartagena es la invención de un poeta imaginario: César Guerra Valdez. Todos, desde Zabala hasta Ibarra Merlano, pasando por García Márquez y Rojas Herazo, participan en la travesura periodística que buscaba sacudir el tedio parroquial de la ciudad. Le hacen entrevistas al escritor imaginario, y escriben poemas para él, aplican la treta técnica de otorgarle datos cronológicos en forma estricta para reforzar la imagen de veracidad.
Jorge García Usta resalta en su libro la importancia de esta convivencia: "Esos cuatro amigos de fines de los cuarenta estaban cuajando un nuevo salto. García Márquez se aparecía por la casa de Ibarra: 'Bueno, estudiemos hoy a Gabriel Marcel, a Huxley'. En otras ocasiones eran Melville y los otros novelistas norteamericanos del siglo pasado o Sartre y la tropa existencialista. El ya conocía a Faulkner y a Virginia Woolf. Andaba con todos esos libros anotados, subrayados, pues los sometía a un minucioso proceso de desmonte. Se le veía estudiando el punto de vista, el monólogo, todas las grandezas y minucias de la pura técnica novelística... Dice Ibarra: "Lo que pasaba con estos dos —Rojas Herazo y García Márquez— es que ellos iban a los libros para corroborar lo que ellos sabían o intuían. No eran sujetos librescos. Les interesaba vivir, vivir en profundidad. Averiguar el mundo esencial, no sus formas diletantescas y erúditas...".
García Márquez, Héctor Rojas Herazo, e Ibarra Merlano, cuando se encuentran en Cartagena, en El Universal, son artistas desprotegidos, marginales, poseedores de una cultura viva, diversa y universal. Juntos frecuentan a menudo el amanecer en medio de la charla espaciada y la cerveza peripatética de Zabala. Los lugares de amanecida son varios, entre ellos el Muelle de los Pegasos, tal como lo recuerda García Márquez "con sus veleros de mala muerte, que iban resucitando a medida que aumentaba la madrugada. Nunca podré olvidar en el resto de mi vida aquellos amaneceres irreales de mi juventud, siempre recordaré el loro que adivinaba el porvenir en la casa de camas alquiladas de Matilde Arenales, de las jaibas que se salían caminando de los platos de sopa que servían en las fondas marinas del mercado, del viento de tiburones, los tambores remotos, la luz amarga de los primeros días de abril...". El otrora muchacho, años después dirá también en una nota de 1981:
"... Para mí el rincón más nostálgico de Cartagena de Indias es el Muelle de la Bahía de las Ánimas, donde estuvo hasta hace poco el fragoroso mercado central. Durante el día, aquélla era una fiesta de gritos y colores, una parranda multitudinaria como recuerdo pocas en el ámbito del Caribe. De noche era el mejor comedero de borrachos y periodistas. Allí estaban, frente a las mesas de comida al aire libre, las goletas que zarpaban al amanecer cargadas de marimondas y guineo verde, cargadas de remesas de putas biches para los hoteles de vidrio de Curazao, para Guantánamo, para Santiago de los Caballeros, que ni siquiera tenía mar para llegar, para las islas más bellas y más tristes del mundo. Uno se sentaba a conversar bajo las estrellas de la madrugada, mientras los cocineros maricas, que eran deslenguados y simpáticos y tenían siempre un clavel en la oreja, preparaban con una mano maestra el plato de resistencia de la cocina local: filete de carne con grandes anillos de cebolla y tajadas fritas de plátano verde. Con lo que allí escuchábamos mientras comíamos, hacíamos el periódico del día siguiente."
Esa fue "La cueva" que conoció García Márquez en los años de formación literaria, cuando buscaba ambientes bohemios que le permitieran la expresión de su espíritu abierto y propicio al relato. Allí se bebía y comía sobre mesones al aire libre, en compañía de pescadores, prostitutas, vagos y algunos empleados e intelectuales. Era el reino de Juan de las Nieves, esa especie de Catarino negro, un cocinero de fábula, que, como lo recordaría García Márquez, "hacía los mejores patacones del mundo". Mientras, el maestro Zabala pedía su primera cerveza, mirando en silencio a su alrededor.
Periodista de su época, Clemente Manuel Zabala no renunció tampoco al ejercicio de una bohemia nocturna que había practicado en Bogotá y Barranquilla, y continuó ejerciendo cuando llegó a Cartagena. Así, pues, alegre y bebedor peripatético de tiendas, Zabala acostumbraba a cerrar el periódico todas las noches antes de irse a beber en "La cueva" en el mercado público.
Ibarra Merlano recordará a Gabo en Cartagena, caminando por el muelle, sin un peso en el bolsillo, con su bigote ralo, su cabeza angulosa, y sus camisas color del trueno, "como un rey, como si el mundo, todo el mundo, le perteneciera". Años más tarde, Rojas Herazo, desconcertado por alguna actitud del viejo amigo de vida y aprendizaje, sin embargo, también recordará a García Márquez, con una voz invicta ante el olvido: "Era de una dignidad tremenda, jamás le pidió nada a nadie".
Los tres amigos deambulaban por las calles y los parques, en uno de ellos, en el parque de El Cabrero les ocurrirá un episodio sumamente extraño a los tres, algo como una epifanía. Estaban sentados en una banca, cuando de pronto, atraídos por una irresistible sensación, se voltearon a mirar en silencio hacia la puerta del patio de una casa enorme y de apariencia abandonada. Y un flujo de brisa sonora, un instante de incomprensible evasión sensorial, los ató y desató, y los devolvió exhaustos al mundo real. "Siempre me pareció que aquello fue un llamado. Y fue lo que dije", decía Ibarra Merlano.
El Gabo que abandona Cartagena para irse a Barranquilla y luego a Bogotá, no es ya el joven preso en la vorágine kafkiana de Ojos de perro azul, ni en el jardín piedracelista, un movimiento poético en boga para entonces. El Gabo que deja Cartagena es un escritor poseedor de una voz fundante, ya no insinuada en tonos menores; es una voz con todos sus matices, que encontró en Clemente Manuel Zabala, y en sus amigos, soluciones fundamentales para poder usarla en tono mayor.
Una cosa indiscutible son los logros personales de un escritor, otra muy distinta es la justa valoración histórica y conocimiento real de un fenómeno cultural, como el proceso formativo de un escritor. Eso es lo que encontramos en este libro de García Usta. Por años hemos hablado merecidamente del grupo de Barranquilla, pero a costa del silencio galáctico sobre una generación, la de Cartagena. ¿Fue el grupo de Barranquilla –contrario al de Cartagena— la invención y sobrevaloración de un falso mito?, al conocer las tesis expuestas en el libro de García Usta, a nosotros los lectores nos queda una duda incómoda, el roce de una puntilla mal sembrada en la suela de los zapatos.
Para la historia, la vida no es sólo lo que recordamos de ella, esa postura favorece a los vencedores, nos lleva a ser injustos con el tiempo que nos tocó vivir. Es como si en la cabeza de uno las barajas del tiempo confundieran sus cartas, a nuestro acomodo. ¿Discusión bizantina?, no es el sexo de los ángeles, no es la mortalidad o inmortalidad del cangrejo, el huevo o la gallina; es un ejercicio investigativo históricamente necesario para entender a cabalidad las circunstancias de un corpus literario, de un mundo.
Leyendo esta investigación de García Usta, uno comprende que Gabo tuvo las clases en Cartagena, y el recreo en Barranquilla; y todos recordamos con más agrado los patios que los salones. El de Barranquilla, con el escritor Alvaro Cepeda, el pintor Alejandro Obregón, Ramón Vinyes, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas, entre otros; fue un grupo importante en el desarrollo del escritor, además, cada quien tiene derecho a sus afinidades electivas, el alma tiene necesidades y gustos legítimos; pero la búsqueda de justicia en la historia es otra cosa, y en derecho, justicia es dar a cada quien lo que le corresponde. Con el grupo de Cartagena, pasa lo del refrán: "Cuando el peligro ha pasado, el santo es olvidado."
Jorge García Usta, remata la investigación de este período cartagenero diciendo: "Zabala morirá solo en la habitación de un hotel del centro de Cartagena, víctima de una afección cardíaca. Algunos amigos, entre ellos Rojas Herazo, velaron el cuerpo; otros pronunciaron discursos en el cementerio y escribieron notas elogiosas en los diarios.
Pocos meses antes de morir, al leer un comentario de prensa que hablaba con admiración de Gabriel García Márquez y Rojas Herazo, Zabala con los ojos brillantes, la mesura y el tono enfático y un poco enredado de siempre, le dijo al periodista Felipe Santiago Colorado:
"¿Te has dado cuenta, andino? Yo tenía razón."
John Jairo Junieles es abogado, escritor y periodista. Autor de Temeré por mí al final de estas líneas, prosa poética; Papeles para iniciar el fuego, poesía; Con la luz que me queda basta, cuentos, y Hombres solos en la cola del cine, novela. Ha sido redactor de El Universal de Cratagena, y de otros medios. Ha obtenido los premios nacionales de cuento de la Universidad Metropolitana de Barranquilla, y Externado de Bogotá, donde vive. Esta es su primera colaboracion para Sala de Prensa.
Jorge García Usta es escritor y periodista colombiano, autor de Noticias de un animal antiguo, poesía, y Diez juglares en su patio, reportajes sobre figuras destacadas del folclor colombiano. Vive en Cartagena de Indias. Ha sido editor de El Universal y de El Periódico, en Cartagena.
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